
                                           A TRAVÉS DE  TÍ
                  
                                                                     "Éste libro está  dedicado a todas esas
                                                                  Personas que no  tuvieron la oportunidad
                                                                  De rehacer sus  vidas, ni de pedir perdón                
                                                                  Por  que se fueron antes de tiempo".
                                                                ¡HOLA! 
                      Si yo hubiera sabido que iba a sufrir tanto,  no habría nacido, porque como decía mi santa madre, la vida es un valle de  lágrimas, y la mía precisamente, no es que sea un valle de lágrimas si no que  está llena de pinchos, espinas y hasta clavos. Desde que tengo sentido de mi  existencia, tan sólo habré sido feliz, feliz, unos momentos de mi vida carnal. 
                       Me pusieron Trinidad por mi abuela, además  fui la primera hija y entonces las familias seguían llamando a los hijos  igualito que sus antepasados, y no sería de extrañar que si tirara para atrás  nos toparíamos con Trinidad hasta Dios sabe dónde y qué años, claro que éste no  es el caso de la historia de ésta Trinidad aquí presente, bueno, no, ya no  estoy aquí, si no allí, al otro lado de la vida o la muerte o qué sé yo. Lo  importante, es que me he decidido a escribir mis recuerdos porque a lo mejor  todavía no me he muerto, si no que estoy en ese lapso de tiempo en que una no  sabe ni cómo, ni porqué, aún tengo algo de aliento, y francamente es que no me  quiero ir de este mundo sin contar mi historia. A lo mejor le sirve a alguien y  puede ser que no cometa los muchísimos errores que yo por suerte o por  desgracia he cometido, así que sin más preámbulos empiezo, ¿OK? ¡Vaya, qué  moderna me he vuelto! Ja, ja, y es que esto de los móviles es la monda…
                       Nací en Ceuta, allá por los años cuarenta y poco,  o sea que ahora tendría más de sesenta años, casi, casi los setenta, pero  bueno, al grano. Me crié en el seno de una familia muy numerosa y como entonces  no se estilaba el que los varones hicieran nada de nada, pues ¡hala! A cargarme  toda la casa, ya que era la mayor entre todas las hermanas, y mira por donde a  mi madre le dio por quedarse embarazada años tras años, o sea, soltaba una barriga,  y otra, llantos de bebé y mire usted qué bien me venía a mí faltar al colegio  porque tenía que ayudarla a fregar suelo, hacer camas, ir a la plaza del  mercado, incluso mecer al niño para que no llorara tanto, ponerle el chupete y  lavarle el culito. Era como una segunda madre para mis hermanos, ya que cuando  se ponía de parto, tenía que cuidarlos.  
                        Cuando era pequeña veía a mi tierra la más  bella del mundo, claro que eso es lo que piensan la mayoría de los niños hasta  que salen fuera a conocer mundo. He vivido rodeada de soldados, pescadores y musulmanes,  además de indios, hebreos y no recuerdo qué más etnias. En Ceuta convivían  varias culturas juntas y que yo sepa, jamás ha habido problemas gordos, no  obstante, recuerdo perfectamente que los chicos del barrio cada vez que veían a  los moros, salían tras ellos insultándolos: Morangos, morangos que tienes la  mierda colgando, a la par que les lanzaba piedras con un tirachinas. Los pobres  huían despavoridos. En aquella época, las ceutíes españolas no se mezclaban  nunca con niñas de otras religiones. A lo largo de toda mi infancia, jamás he  jugado a las casitas con las moras, ni a nada de nada, aparte de que ellos  vivían en el barrio musulmán que estaba en la otra punta, Hadú.  No sé por qué teníamos la idea equivocada de  que eran malas, y que cuando se murieran iban a ir al infierno de cabeza, y que  los moros mayores tenían cuernos y rabos. Tampoco íbamos al colegio juntas, ni  siquiera al instituto. Una vez tuve a una mora de compañera en primero de  bachillerato por que su padre, legionario, se había casado con una musulmana y  la pobre para ser su esposa tuvo que convertirse a la religión católica. Bueno,  eso es lo que me pareció oír en la escalera de mi casa a unas vecinas. Yo tenía  entonces nueve años, ya que para acceder a primer curso, había que aprobar el  examen de preparatoria, que hasta los diez años no se admitían. En el curso  siguiente se apuntaron dos alumnas hebreas, y en la asignatura de religión que  era obligatoria, ellas salían al pasillo la hora completa que duraba la clase  con permiso de la profesora, cosa que no entendía del todo. Más tarde lo  comprendí. También tengo el vago recuerdo de haber estado todo un día encerrada  en casa llorando. Mi madre no hacía más que dar vueltas con la más pequeña en  brazos, Cecilia, suspirando y rezando, pidiendo a todos los santos juntos que  se acabara ese lío, que por mucho que yo quería saber, vivía en la más completa  de la ignorancia, aunque con mucho temor. Al otro día, los vecinos no paraban  de decir, que miles y miles de aviones habían   surcado el cielo de Ceuta y los moros, corriendo despavoridos, empezaron  a tirar piedras hacia arriba. Ahora, evocando aquellos momentos tan lejanos, ya  no sé si era una pesadilla o realidad, pero me recorre un escalofrío por dentro  que prefiero olvidar...
                        Apenas tengo estudios, como ya dije, me  quitaron del colegio antes y con tiempo, pero más tarde retomé mis clases de  bachillerato, primero de día y luego por las noches. Eran clases nocturnas, y  aunque el instituto estaba al lado de mi casa, una de las veces que volvía un  tío de esos asquerosos que perseguían a las jovencitas me siguió hasta el  portal de mi casa y me tocó el culo. Grité tanto que salieron todos los vecinos  y el muy sinvergüenza salió huyendo como un galgo. A partir de entonces, mi  padre me esperaba a la salida unas cuantas veces, pero al ver que no volvía me  dejaba sola.
                        Yo nunca fui una niña de esas que la gente  hubiera dicho exclamando, ¡qué cara más bonita tiene! No, yo era más bien  feilla, para qué vamos a engañarnos. Aquí en casa, el guapo era mi hermano  mayor. José era guapísimo, bueno, mi madre estaba loca con él, lo quería a  rabiar, y a mí no es que no me quisiera, no, es que simplemente no era una niña  bonita, además era más blanca que la leche, y cuando empecé a desarrollar, se  me llenó la cara de unos granos gordos y con pus que me acomplejaron una  barbaridad, sin contar que tenía unos pies grandísimos, y para colmo, a mis  amigas le estaba creciendo el pecho y yo con trece años era como una tabla, y  también a los catorce. Menos mal que a los quince me salieron dos garbanzos y  me puse tan contenta. Por eso he vivido acomplejada gran parte de mi  adolescencia, y parte de la juventud. Los chicos del barrio pasaban por mi lado  como si no existiera. De lo único que estaba contenta, era de mi pelo. Me  aterraba que me lo cortaran. Cuando se me llenaba la cabeza de piojos, venía un  soldado del cuartel de mi padre, y me dejaban horrorosa, lo mismo que a todas  mis hermanas. Nos cortaban el pelo como a ellos. A rape. No os podéis imaginar  cuánto he sufrido por eso. Para mí era un verdadero tormento, y a veces me  despiojaba yo solita a escondidas para que no se dieran cuenta de nada. Me  tiraba las horas muertas rascándome la cabeza en el cuarto de baño. 
                        También tenía unas piernas preciosas, por no  decir perfecta. Mi madre se sentía muy orgullosa de ellas, y cuando venían sus  amigas de visita a casa, me llamaba enseguida y lo primerito que hacía era ponerme  de espalda, subirme el vestido, y exclamar: ¡Mirad que nalgas más bonitas tiene  mi hija! Se va a llevar a todos los chicos de calle. ¡Todas! ¡Todas mis hijas  tienen las piernas derechitas y preciosas! No zambas como algunas... Dejando  caer esa frase con ironía… Pobrecita mi madre, ¡cuánto me acuerdo de ella!  Ahora, en este momento tan delicado para mí, me voy dando cuenta de que tuvo  que sufrir mucho en los tiempos que le tocó vivir, y la comprendo un poquito  más. Además de pasar una guerra civil, también tuvo que soportar la posguerra,  y ella que venía de una familia acomodada, en la cual jamás había carecido de  nada, contaba hasta la saciedad, que las pasó canutas desde que se casó con mi  padre, incluso hambre. ¡Cuántas veces la oí quejarse que en Ceuta se cargó de  hijos y de piojos! De todos modos, como se había criado como una marquesa, nos  ha hecho sentir como si fuéramos niñas bien, no teniendo más que lo justo. No  por que nos diera todos los caprichos, no, si no por su forma de hablar tan  fina y educada, y esos aires de grandeza que no podía evitar. Mi madre había  estudiado Solfeo en el conservatorio de música de Salamanca sacándose el título  de profesora de piano. En Ceuta, mi padre le regaló un piano de segunda mano, y  casi todas las tardes se sentaba a tocarlo entonando lindas melodías. A veces  José y yo nos uníamos en coro. ¡Qué ratos más bonitos! Recuerdo que vinieron  dos alumnas para que le diera clase, pero más tarde tuvo que dejarlo a causa de  los partos. ¡Otra niña! Decía mi padre con retintín. En total seis hembras y  tres varones como solían decir con orgullo, y aunque mi padre ayudaba a mi  madre muchísimo, sobre todo a la hora del baño, la que le daba de mamar era  ella, claro. Por eso tuvo que dejarlo. Pero bueno, eso sería contar su historia  y no viene al caso, así que seguiré con lo mío. Entonces, o sea, cuando yo  estaba a su lado vivita y coleando de mi adolescente incomprensión, no la  entendía, y a veces me enfadaba mucho contestándole con malos modos y mal humor,  incluso le echaba en cara todos sus defectos, comparándola con las otras  madres, que según mi manera equivocada de ver, siempre eran perfectas y santas  a su lado. Ya no, y espero que si me ve, por que seguro de que me está viendo,  estará tronchándose de la risa, y casi es mejor, por que no quisiera que  estuviera sufriendo por mí, sobre todo en este laberinto transitorio del  destiempo, donde cada ánima camina por donde la lleva su último aliento  tropezándose unas con otras, enredando a todo espíritu, mientras mis suspiros  van retrocediendo y reviviendo aquellos momentos tan alocados que mi poca edad  tenían, y no quisiera confundirla. ¡Qué pena tan grande tengo, madre mía! Aún  me acuerdo cuando fui a casa y tú ya no estabas esperándome, sentadita en aquél  sillón. No puedes imaginar cuánto sufrí y lo que te lloré en aquél momento. Me  entró una desolación… ¡Cuánto lo siento! Lo lamento mucho, mamá. Te quería con  toda mi alma. Perdóname. Te ruego que perdone todas las malas contestaciones  que te daba cuando era una inconsciente. Pobrecita, ¡cuánto la he hecho sufrir!  Y qué mal lo pasaste aquél día cuando se te clavó aquella aguja de coser en la  mano. Estaba lavando la ropa en la pila del balcón, mientras de su garganta  salían bellas melodías que inundaban la casa de alegría. Mi madre siempre  estaba cantando canciones de amor. También le gustaba mucho bailar, era una  experta. Fue ella la que me enseñó a bailar el tango, el chotis y el  charlestón. El caso es que de pronto empezó a llorar al notar el pinchazo.  Enseguida acudí a su lado y le dije que llamara a papá, pero no me hizo caso. Sabía  que se iba a enfadar mucho por que más de mil veces le había advertido que  cuando terminara de coser, no se dejara la aguja pinchada en el vestido. Mi  madre lo olvidaba, y mira por donde, al restregar el taco de jabón verde con  ese mismo vestido, y después frotarlo con la pila, la aguja se rompió,  clavándose la mitad en la palma de la mano. Por la noche quise ayudarla a  mondar las patatas. Yo entonces era demasiado pequeña, y nunca había utilizado  el cuchillo, así que me puse cabezona y me lié a llorar, incluso forcejeamos, y  al quitárselo yo, y ella arrebatármelo, me hice un pequeño corte, que salía la  sangre a chorros. Mi pobre madre empezó a gritar como una loca y acudieron  todos los vecinos. Total, no fue para tanto, y ahora lo recuerdo con mucha  pena, ya que durante muchísimo tiempo se sintió culpable, y estuvo una  eternidad dándome besos y abrazos. Los mismos que tengo guardados aquí para  ella. Mamá pronto estaremos juntas de nuevo en el cielo, y volveremos a cantar  aquellas canciones y a bailar aquél tango que tanto nos gustaba a las dos.  Después te sentabas a tocar el piano, tu querido piano…
                        Cuando cumplí los quince años, mi cuerpo  empezó a cambiar y a coger forma. Me crecieron los pechos, no tanto como me  hubiera gustado, pero que yo disimulaba rellenando el sujetador con un poco de  algodón, je, je, ¡qué risa! Me salieron curvas y tenía la cintura más pequeña  de todas mis amigas, además crecí hasta el metro setenta y seis, mientras ellas  se quedaron hechas unos tapones a mi lado, ¡chúpate ésta! Por favor, yo no he  dicho esa frase tan extraña para mí, seguro que alguna chica de hoy en día se  ha tropezado con mi aliento. No os podéis imaginar el revuelo que se forma  entre los que entran y los que salen, sobre todo por éstos últimos, ya que no  están conforme con haber llegado antes de tiempo y se lían a gritar y a  forcejear tanto, que al final salen vivitos y coleando, de tal manera que  empujan y pisotean a otros, que, cansados de la vida, los perturban y sacan de  sus dulces sueños, y los pobres lo único que quieren es que les dejen morir en  paz... El caso es que me convertí en una de las chicas más guapa de la  vecindad, siendo la más solicitada por los hijos de los oficiales. Mis padres  estaban encantados por que la ilusión de ellos es que hiciera una buena boda,  sobre todo mi padre que tan sólo me dejaba salir, si el chico estaba terminando  la carrera de médico, abogado o arquitecto. Siempre ha sido un hombre correcto  y muy disciplinado, pero muy antiguo, además de autoritario. Desde los  dieciséis años que se fue a la guerra, y luego cuando acabó, entró a formar  parte del ejército militar, se acostumbró a recibir órdenes. Las mismas que nos  daba a todas, vamos que nos trataba como si fuéramos soldados y quería ante  todo obediencia. Nunca le podíamos llevar la contraria en nada, y lo que él  decía iba a misa y no había más que discutir. Cuando era pequeña lo admiraba,  pero a medida que crecía, le veía defectos por todas partes. Creo que eso les  ocurre a todos los hijos. 
                        Tendría cuatro o cinco añitos, que antes de  dormir, me arrodillaba en el suelo y recitaba en voz alta el Jesusito de mi  vida, seguido del Ángel de la guarda. Mi padre decía que todos los niños del  mundo tenían un angelito detrás custodiándole para que no se perdieran y no les  pasara nada malo. Desde entonces, cada vez que tengo un     problema, he acudido a  mi Ángel…
                    Con tal que hice la primera comunión, me  obligaba a oír misa todos los domingos, confesar y comulgar, además rezar el  rosario diariamente, y la novena cuando tocaba que hace ya tanto tiempo que ni  me acuerdo…
                        Mi padre era un hombre conservador, fiel a  sus tradiciones, y antes de comer siempre bendecía la mesa y rezaba un padre nuestro,  y si el pan se caía al suelo, le daba un beso, cosa que nosotras teníamos que  hacer también. Mi padre idolatraba a Franco y continuamente repetía que si no  hubiera sido por él, España se habría ido a pique. ¡Cómo me acuerdo de lo que  discutía con mi hermano José! Eran tan diferentes…En fin, esa fue la época que  le tocó vivir y de paso me salpicó a mí y durante muchos años fui tan facha  como él. Después cambié de bando y me volví socialista. A veces me enfadaba mucho  por que me negaba a salir con un muchacho, que aunque fuera todo un teniente,  no me gustaba, pero siempre me contestaba que el amor vendría con los hijos,  que nunca me faltaría de nada y que iba a estar como una reina. Mi madre  pensaba lo mismo, y no podía entender, cuando, precisamente sus padres la  habían desheredado por haberse casado con un don Nadie. Palabras textuales de  ella. Y según sus hermanos, hizo un bodorrio. A pan y cebolla, con un  sargentillo del tres al cuarto, por amor. Ahora comprendo que la pobre lo único  que quería para mí, es lo que todas las madres queremos para los hijos, lo  mejor. ¡Cuantas veces la oí repetir, que la vida es un valle de lágrimas! Que  venimos a ella para sufrir y pasar penas… 
                        Un domingo de primavera que íbamos cuatro chicas  juntas por la calle, camino del cine, un soldado me dijo mirándome a la cara:  “Morena, tienes ojos de mujer fatal.” No sé lo que influyó en mí aquel hombre y  aquella frase, pero desde entonces me sentí poderosa, fuerte, guapa y segura. Ya  jamás nada ni nadie me iba a dar de lado. Esas palabras me han perseguido toda  la vida. Allá donde iba, los hombres volvían la cara para decirme guapa, guapa  y guapa, y no es que lo fuera, pero era muy atractiva. Cuando llegué a casa, le  conté a mi madre entusiasmada, que yendo por la calle con las amigas, un chico  me dijo que era la más bonita de las cuatro. Era la primera vez que me habían  dicho un piropo. Ella como estaba tan orgullosa de sus niñas me cogió de las  manos y nos pusimos a dar vueltas por la casa, ya que antes de aquél piropo, yo  era una adolescente muy acomplejada y mi madre, aunque no me lo decía, sé que  sufría por mí. Por eso estaba continuamente diciéndome que era la más bella y  linda de todas las niñas del mundo, y que cuando tuviera un par de años más,  iba a ser la envidia del barrio. 
                        En aquella época, todas las chicas de trece y  catorce años, en verano sobre todo, aprendían a coser o peinar. Era lo más  económico y estaba al alcance de casi todos los bolsillos. Precisamente, mi  amiga Gertrudis era tan buena con el peine, que casi todos los sábados, nos  peinaba y cuando las madres se enteraron, iban también, sobre todo si tenían  algún acontecimiento que celebrar. Hasta les daban propina que ella aceptaba. Finalmente  se sacó el título, y cuando se casó, montó una peluquería en el centro, donde  iba la mayoría de las señoras de los oficiales. Las que queríamos coser, nos  apuntamos a Corte y Confección. Era lo que más se estilaba, no como ahora que  casi ninguna sabe dar una puntada, y no es que me parezca mal, si no que eran  otros tiempos. Ya ve si era diferente todo que hasta en el instituto, cuando tenía  diez años, una de las asignaturas era la de labores precisamente, los viernes  de tres a cuatro. Una hora enterita que me tiraba enhebrando la aguja que  empujaba con el dedal, y en una tela de medio metro cosía todo. Que si el  dobladillo, el pespunte, la vainica, punto de cruz, hilvanar, puntada y atrás.  Bueno, bueno, era una verdadera clase de labores que me encantaba sobre todo,  por que no parábamos de charlar y de reír. Después pasaba a bordar en un  bastidor con madejas de hilos de colores. Así aprendí a hacer unos mantelitos  preciosos con dos servilletas. Un Tú y Yo. A mi madre le gustó tanto, que  después de lavarlo y plancharlo, me hizo subir piso por piso y puerta por  puerta para que lo vieran todas las vecinas, que por cierto, en el quinto piso  vivía doña Teresa, una mujer bajita y muy graciosa, que tenía una hija que  estaba aprendiendo corte y confección, y mira por donde, cuando acabó, su padre  le compró una máquina de coser Alfa, la plantó en medio de lo que antes era un  comedor, y se puso a dar clases de costura. Mercedes, que así se llamaba la  hija de doña Teresa era mi profesora de corte, una solterona empedernida, que  tan sólo había tenido un novio en la vida, y decían las malas lenguas, que éste  la dejó plantada en el mismísimo altar. También decían que había intentado  quitarse la vida, y después de pasar por varios manicomios, regresó a su casa  calva de los tirones de pelos que ella misma se daba. Que a veces se la oía  gritar, y que le daban unos mareos tan grandes que se caía al suelo y se liaba  a patalear como una fiera. No sé si algo de esto sería verdad, pero  francamente, lo único que sabíamos todas, es que tenía treinta años, que era  muy nerviosa y que cuando se enfadaba con las chicas por no atender les chillaba  como una energúmena, pero nada más. Más tarde, con el tiempo me dí cuenta que  la pobre era epiléptica y que le habían salido unos pequeños bultitos en la  cabeza, y por eso el novio la dejó plantada. Lo más seguro es que sólo fueran  malos entendidos, pues ya se sabe que cuando uno cuenta un chisme, el que lo  difunde lo multiplica hasta que las verdades y las mentiras se mezclan de tal  manera, que la realidad se desvirtúa. Más o menos como este sitio que es tan extravagantemente  espectacular, que los espíritus errantes se desmadran totalmente, ya que muchas  veces se creen que están en el Circo del Sol viendo saltar a los acróbatas voladores,  y otros piensan que están comprando en las Galerías La Fayette de París. Y es que hay un desconcierto tan  grande, que hasta yo misma me las veo y las deseo para poder discernir, y cuando  consigo visualizar bien, trato de explicarles que no alboroten tanto, y que se  tranquilicen. Que no tengan ningún temor. Y ya para rematar, les digo que lo  único que pasa es que ahora están en el otro barrio, y tarde o temprano tendrán  que adaptarse. Lo mismo que en la vida se prepara uno para trabajar, ganar  dinero y vivir cómodamente, ¿por qué a nadie se le ha ocurrido preparar a la  gente a morir mejor?  Bueno, eso lo digo  por que me siento todavía con fuerzas para seguir aquí, por que algunos llegan  que no hay ni por donde cogerlos. Lo peor es cuando llaman a los familiares  para identificarlos, que los pobres no paran de gritar que sí, que son ellos, y  la madre o el padre diciendo al mismo tiempo que no lo puede reconocer con  seguridad… Igual que me ocurre a mí que me desdoblo en este vagar errático y mi  aliento se dispara meciéndose en un vaivén tridimensional…
                        El caso es que la señorita Mercedes se quedó  para vestir santos, y por eso aprendió corte y confección. Su padre le compró  una máquina de coser, y así fue como acudimos todas las chicas del vecindario. Mi  madre me apuntó la primerita, luego llegaron dos más hasta que finalmente ya no  se cabía. Y es que entonces no se estilaba tanto eso de alquilar un local como  ahora, no. La gente cuando se sacaba el título de algo, como por ejemplo,  maestra, más de una colocaba unas cuantas sillas en su propia casa, y allí que  íbamos todas las niñas del vecindario. Por supuesto que había colegios, pero  casi siempre era en la misma vivienda familiar, donde padres e hijos eran los  propios maestros. Precisamente yo empecé en casa de mi vecina y luego seguí en  un colegio que estaba atravesando un campo llenito de animales pastando de un  lugar a otro. Después fueron mis dos hermanas pequeñas, y yo con tan sólo once  años, tenía que llevarlas y traerlas, por que las dos estaban atemorizadas a  causa de las vacas, las cabras y los burros que ni siquiera las miraban, pero  las pobres se empeñaban que estaban esperando que pasaran para arremeter contra  ellas. Menos mal que luego hicieron la preparatoria en el instituto y pudieron  ir solas. Estaba al lado, además Lola tenía nueve años, y tú ocho, aunque yo  seguí con la misma tarea de llevar y traer a los otros más pequeños, Cecilia de  seis y Jesús de cinco, mientras mi madre se quedaba con Engracia de tres y  Nieves de dos, y cuando ésta última cumplió los cuatro, llegó Pablito, un rubio  de rizos dorados y ojos azules, que durante mucho tiempo fue el niño más mimado  de mi madre, y para nosotras, un juguete, por el cual siempre estábamos  peleando. El caso es que me he dedicado tanto a mis hermanos, que me olvidé de  mí, por eso apenas pude estudiar, y cuando quise hacerlo ya se me fue la edad.  Lo mismo que a casi todas las mujeres de mi generación y época, allá donde  había muchos hermanos, la mayor era la que tenía que cargar con casi todo el  peso familiar. Entonces eran muy numerosas, no como ahora, que es imposible dar  educación a más de dos. Y es que la vida ha cambiado tanto… Por eso, como por  la tarde estaba más libre, el tiempo que tenía fue para aprender corte y  confección a máquina y en bastidor… 
                          
    En Córdoba, 5 de septiemebre de 2011  
                                                                      Felicidad  Hurtado Sánchez