CIRCULO DEL PARNASO


1.-El jardín de los enfermos,"Margarita Buendía".  -  2.-Miguelito Cienfuegos. -  3.-Cuatro Poetas. -  4.-Los Juegos Florales. -

 

                                            EL JARDÍN DE LOS ENFERMOS
                                                                           “A Margarita Buendía

 

         La primera vez que tuve entre mis manos las de Margarita Buendía, ya le habían empezado a salir las flores al almendro del Jardín de Los Enfermos: lo llamaban así, porque al llegar la primavera todos los enfermos de tisis iban a sentarse junto al pequeño arbolito. El sanatorio quedaba relativamente cerca a pie; y a la vuelta de las sesiones de tratamiento médico, era costumbre que la mayoría de ellos hicieran una parada en mitad del camino, en dirección al centro de la ciudad.
     Aquel día de febrero el cielo, cubierto de nubes grises, amenazaba lluvia y la ciudad se vestía de una trágica pátina de melancolía El aire, denso y frío, parecía hacerse eco de la tristeza que comenzaba a pesar sobre nuestra familia.
     Mi madre me había mandado hacer un recado para mi pobre tía Enriqueta, cuyo segundo marido, el difunto Ambrosio Casamayor, tuvo en aquel, no cabe la menor duda, un aciago día: recién amanecido el jueves veintitrés de febrero, festividad del venerado mártir San Policarpo, el que fuera obispo de Esmirna, su mujer lo halló muerto sentado en la mecedora que solía utilizar cuando se sentía mal. Debió de sorprenderle un infarto de miocardio, el definitivo; pues ya había sufrido el primero hacia cinco años. Este último se lo llevó seguro al cielo; pues el buen hombre era lo más parecido a un santo.
     Cuando lo pienso, no entiendo nada de nada. La vida parece manejada por un mago prestidigitador que explica bastante poco de sus artes: se van los buenos y se quedan los malos. Creo que nadie puede lograr entender esto que llamamos existencia; que nos sobrepasa y hace con nosotros lo que le parece. Por eso he dado en creer que la explicación más plausible debe de estar fuera de toda lógica; ya que, al parecer, sirviéndonos de tan fino instrumento, vamos hacia el caos total. La desesperanza campea a nuestro alrededor sembrando una cruel maleza de dudas que se resiste a ser segada por nuestra pulida inteligencia. Pero dejemos de momento tan apasionante disquisiciones para zambullirnos de lleno en la historia que estamos contando.
     Ambrosio Casamayor había sido toda su vida joyero, gracias a heredar el negocio de su padre, don Alberto Casamayor Caballero, que a su vez lo obtuvo del suyo. Conformaba la tercera generación de una familia de joyeros, que llegó a tener en su día hasta tres establecimientos en la ciudad; pero que pasado el tiempo, por avatares del destino, quedó sólo reducida a éste de la céntrica calle de Correos; muy frecuentada, eso sí, por toda clase de público venido desde cualquier punto, incluso desde los barrios más lejanos. Era Ambrosio Casamayor un hombre de faz amable y sonriente; en su conjunto achaparrado, algo cargado de espaldas; pero de rostro agraciado, en el que destacaban sobremanera y lucían sus ojos azules, extraña mezcla de caracteres que no parecían corresponderse con aquel cuerpo bajito de piel morena. Por tal motivo, le conocían también como “el inglés”; pues se decía que un antepasado suyo, al parecer oriundo de Manchester, vino a España en misión comercial para montar una manufacturera de azúcar y aquí se quedó para siempre.
     Por aquel entonces, siendo yo pequeño, mi padre frecuentaba la joyería de la familia Casamayor, porque el señor Ambrosio y él habían estudiado juntos hasta el Bachillerato; luego se separaron: aquel se dedicó desde muy joven al negocio familiar, y mi padre, trabajó durante bastante tiempo como dependiente en una zapatería. Era una época hermosa, al menos así la recuerdo yo. En el barrio formábamos una gran familia; y a menudo, en las noches de verano, los vecinos solían sentarse haciendo corro junto a las puertas de sus casas. Y con frecuencia alguno de ellos se animaba a contar viejas historias, mientras los niños las escuchábamos boquiabiertos y paralizados.
     Entre aquellos niños se encontraba casi siempre Margarita Buendía, hija del tendero de ultramarinos del barrio; la criatura más angelical que nunca he conocido. Yo me enamoré muy pronto de ella en silencio y a nadie me atrevía a decirle mi secreto: en él me consumía mientras la vida pasaba y pasaba. Las semanas parecían siglos y mi corazón languidecía pensando que nunca la tendría junto a mí. Hasta que aquel triste día del mes de febrero mis manos rozaron el cielo.
     En el camino que iba desde mi casa a la de mi tía Enriqueta, decidí darme una vuelta por el Jardín de los Enfermos, por ver si el almendro estaba en flor; ya que desde hacia algunas semanas yo había observado cómo le brotaban algunas yemas de entre sus ramas leñosas. Y allí estaba ella. Sentada en uno de los bancos del jardín, Margarita Buendía se solazaba aprovechando la repentina llegada de algunos rayos entre las nubes. Ni aún hoy acierto a relatar lo que sentía mi espíritu de niño cuando contemplé aquel inmaculado ser que imaginaba obra de Dios. No acertaba a pronunciar palabra alguna, y de pronto, hasta mi exaltado corazón enmudeció. Me acerqué tímidamente y la miré con profundo amor, como creo que miran las almas puras de inocencia; sintiéndome plenamente correspondido con el mensaje limpio de sus ojos que expresaban todo fundidos en su dulce mirada. Y armado de valor, seguro de mis sentimientos, cogí sus delicadas manos y las retuve por breves instantes entre las mías; justo el tiempo preciso para quedar conectado para siempre con su espíritu.

 

En Málaga,  a 18 de marzo de 2010


José Luis Pacheco  Diaz  

 

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MIGUELITO CIENFUEGOS 

 

    Desde el momento en que comenzamos a tratarnos en el Instituto, yo ya había asumido, de modo casi inconsciente, que nunca lograría emular las hazañas literarias de Miguelito Cienfuegos
     Miguelito Cienfuegos hacia verdaderamente honor a su apellido. Parecía que el destino le hubiese otorgado razón de ser en la tierra, honrándole  con tan redonda nominación; antes, como era lógico, mucho antes de que naciera. Su familia procedía, según contaban los más viejos, de un pequeño pueblo de Asturias; habiéndose arraigado en el barrio hacia ya dos generaciones. De modo que se sentían ampliamente identificados con la ideosincracia del mismo, dando muestras constante, en sus manifestaciones cotidianas, de tan feliz coincidencia. Podría contar muchas anécdotas de aquella peculiar familia y especialmente de la señora Prudencia, que tan buen tino tenía con todos nosotros. La recuerdo como una mujer de magnífica presencia, alta de estatura y cuerpo grácil, a pesar de sus cuarenta y pico años; gentil y con una mirada profunda e inteligente que sobresalía por encima de su humana condición social. Parecía haber logrado un estatus mental que le permitía brillar con luz propia entre las mujeres de la vencidad; siendo como era una adelantada a su tiempo: liberal en defensa de su condición de madre y esposa y, por encima de todo, amante de la literatura.
     Ciertamente, creo que Miguelito Cienfuegos poseía, aunque hubiese heredado de su padre otras cualidades, el donaire señorial y comedido de su madre, la gracia en el decir y en el mirar; en su capacidad de convicción, que sólo los verdaderos triunfadores reflejan: era sin duda un ser privilegiado, al que la señora Prudencia mimaba con gran solicitud; aunque sin descuidar un ápice su formación personal.
     Y en mitad de dichas circunstancias, me hallaba yo; aprendiendo de todos y de todo. Había llegado al redil de aquella acogedora familia, casi por casualidad: un caluroso día de agosto, mientras pedía un vaso de agua a la puerta de Miguelito, porque la sed me abrasaba. Y como otras muchas veces, mis deseos me fueron concedidos: obtuve el agua para saciar mi sed y al mismo tiempo, ante la presencia de la señora Prudencia, comencé a experimentar otra agua, el agua del conocimiento; algo con lo que calmar mi permanente sed de aprendiz.
     Desde aquel bendito día, que siempre agradeceré a Dios, nos hicimos fieles amigos: Miguelito Cienfuegos, el líder, el niño más admirado del barrio, y yo un niño corriente, su abnegado amigo. Y para sellar tan magnífica amistad, llevamos a cabo lo que convenimos en llamar “un pacto dulce de sangre”: decidimos comprarnos un par de helados de sabores distintos, con el fin de degustarlos despacito, haciendo una suerte de intercambio de mano y boca, mientras la calima derretía nuestros cuerpos bajo la tibia sombra del Jardín de los Enfermos.
     El verano pasaba como un vertiginoso cometa recorriendo los brillantes días de sol y playa; hasta que en un abrir y cerrar de ojos, una tarde en que estábamos todos tendidos plácidamente al sol, nos cayó de pronto una lluvia torrencial y con ella bajo el brazo apareció de improviso el otoño. Y con éste el nuevo curso escolar, los libros nuevos, el uniforme del instituto con estrene de corbatas al haber pasado de nivel académico; y los nuevos  profesores; los viejos  y  los nuevos compañeros que ya estaban desde el curso anterior… Todo nos parecía como recién llegado, como si fuese algo extraño y ajeno a nosotros, aún siéndonos familiar El perezoso verano nos había desconectado de tal modo de nuestra otra vida, la de estudiante, que ahora nos pesaba como una losa. Se imponía otra vez  el estudio y la búsqueda del conocimiento; y ello nos llevaba por fortuna nuevamente al encuentro con la literatura. De modo que los dos, Miguelito Cienfuegos y un servidor de ustedes, decidimos embarcarnos en una fantástica aventura; convertirnos en los caballeros hacedores del que acabaríamos bautizando como “El Círculo del Parnaso”. Nuestro conocimiento sobre este asunto era escaso; a excepción de lo que la señora Prudencia nos había contado: A saber, que “El Parnaso”, entre otras referencias a las Musas y al dios Apolo, era un maravilloso lugar en el que moraban idealmente reunidos todos los poetas. Más tarde supimos también que el Monte Parnaso era una realidad física -muy bella por cierto-, que pertenecía geográficamente hablando a Grecia.
     Y con este pequeño cúmulo de convicciones y la ayuda inestimable de la señora Prudencia, nos pusimos mano a la obra. Necesitábamos un lugar para el círculo parnasiano y un grupo de poetas que pudiera sentarse en derredor del mismo; que fuese capaz de crear literatura, poesía a raudales… El lugar, ya lo teníamos: nos miramos fijamente; nos leímos mutuamente el pensamiento y…, decidimos como un rayo al unísono: “El Jardín de los Enfermos”. Pero… ¿Y los poetas? ¿Dónde encontraríamos a los poetas?
     La incertidumbre fue tomando cuerpo día a día sin que pudiéramos encontrar una solución inminente al problema. Pero hete aquí que lo que consideramos un problema añadido, aceleró la solución del nuestro: El Instituto hizo público, justo a la semana siguiente, la celebración de los “V Juegos Florales”. Todo un reto inesperado para unos noveles deseosos de entrar triunfantes en El Círculo del Parnaso.

                    
     En   Málaga, 23-03-2010.

José Luis Pacheco Díaz

 

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CUATRO POETAS  

        

    Uno, dos, tres…y hasta cuatro. Sí, estoy seguro, cuatro, dijo Miguelito Cienfuegos, alzando la voz; casi declamando.
     Era algo histriónico este Cienfuegos; pero convincente al fin y al cabo.
Luego dio un pequeño suspiro y retomo la conversación.
     Cuatro, como las cuatro patas que sostienen una mesa. Cuatro, como los cuatros puntos cardinales que nos sirven de orientación. Seremos cuatro los poetas parnasianos.
     Yo asentí, no muy convencido.
     Pero ahora mismo somos apenas dos. Pienso que así la mesa se nos cae. Mira como la aguanto -hice el gesto-, y sonreí pensando que le había tocado la fibra sensible.
     Sin embargo Miguelito Cienfuegos tenía, puestos a echarle imaginación, por lo menos ciento y un fuegos; todo un corazón fogoso y batallador.
     -Buscaremos gente en el barrio, o en el Instituto…, en la calle si hace falta. ¡Tengo una idea!
     Y me esperé dándole tiempo a que desembuchara.
     Frunció el entrecejo y se acarició suavemente la barbilla.
     -Conozco a un chico que es de un curso superior al mío, al que le gusta escribir poesía. Podría ser un buen candidato si le convencemos de nuestro proyecto. Un amigo suyo me ha dicho que es un poco tímido, pero sensible. Ha hecho sus primeros pinitos con el verso en soneto; seguramente porque su profe de literatura le anima diciéndole que puede llegar a conseguirlo. Bueno, puede que sea una buena idea. Por algo hay que empezar. Los días corren y no tenemos tiempo que perder.
     -Es verdad, me he enterado que van a dar hasta tres premios y una cosa que llaman algo así como acce… accesit; una palabreja muy rara; pero dicen que lleva premio también. Ja, ja, ja…
     Estábamos llegando hasta las puertas del Instituto. Eran aproximadamente las ocho de la mañana y hacia frío. Me subí el cuello del chaquetón y nos despedimos hasta la hora del recreo. Cada uno tenía que tomar su puesto en la fila para el canto del himno y el izado de bandera.
     Nada más salir del Instituto nos encontramos a Salvatierra, el amigo íntimo de Ramón, -el chico tímido y callado del que hablábamos- y nos dijo que se lo había propuesto y que no parecía estar muy decidido a unirse a nosotros. Tenía miedo de hacer el ridículo o que lo consideraran un niño raro por formar parte de una  especie de  club  tan  extraño. ¿Qué  era  éso  del  Círculo  del  Parnaso?  Y además, ¿Quién entendía qué significaba formar parte de una cosa tan ideal y poco sustanciosa?  Nos tomarían por tontos o, lo que era mucho peor, por locos o lunáticos.
     Aquella semana pasó para mí sin penas ni glorias. A excepción de la tarde del domingo; una más de las tristes y apáticas tardes de domingo, en las que la perspectiva del inminente lunes se une siempre a la melancólica estampa del declinar del sol vencido por la noche. Y fue porque esa tarde la vi de nuevo, paseando por la calle con su madre. Hacia casi tres semanas que no sabía nada de Margarita Buendía; por la que bebía los vientos desde que hubiésemos tenido aquel fugaz encuentro en el Jardín de los Enfermos. Seguía queriéndola en silencio y ello me producía una gran desazón espiritual, demasiado intensa para mi edad. Deseaba tenerla cerca, pero no sabía como ingeniármelas para hacerlo. Y en esa hoguera pasional –sin entender mucho de tan confuso fuego- me consumía esperando hallar la solución. Y de pronto, recordé la oportunidad que los Juegos Florales nos ofrecían y nuestro anhelado Círculo del Parnaso y, a la vez, la imagen de una mesa a la que le faltan patas, y se cae; y la duda de Ramoncito Cámara, el poeta en ciernes… Y opté, a pesar de mis constantes inseguridades, alimentadas siempre por el liderazgo natural de Miguelito, por tomar la iniciativa al menos una vez. Le propuse convencer a Margarita para nuestra causa e incluirla en el grupo, si finalmente éste se consolidaba. Y así, aprovechando las convincentes cualidades de mi amigo, podría conseguir el objetivo de tenerla siempre cerca de mí.
     La noche había caído de plano sobre la ciudad y una suave brisa marinera penetraba a través de mi ventana. Contemplé perplejo la silueta sonriente de la luna en plenilunio, mientras acariciaba inconscientemente los dedos de mi mano creyendo que eran los de Margarita, tiernos y suaves como las alas de una mariposa. Y con esa ensoñación me fui a la cama y me dormí candorosamente como un niño.
     Comenzaba una nueva semana que podía ser decisiva para todos nosotros. Sin saberlo muy bien, conscientes o inconscientemente, estábamos tejiendo una madeja de afectos, como el delicado pero resistente hilo de una araña que terminaría atrapándonos a todos. Comenzó con aquel vaso de agua para mitigar mi sed… ¿Sed de qué? Seguramente de amor y amistad. Y hecho el trato de corazón, debíamos unir nuestras manos –yo creo que por causa del inexorable destino- para poder vadear juntos el ancho y hermoso río de la vida. Algo había empezado a cambiar y queriendo o sin querer nos arrastraba haciendo realidad lo que había comenzado siendo  pura ficción: el mito del Monte Parnaso.


     Málaga, 26-03-2010.

          
José Luis Pacheco Diaz 
            

 

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LOS JUEGOS FLORALES

 

    Si no me hubiese acercado a la puerta de Miguelito a pedir agua, ahora no estaríamos en el aprieto en que nos encontrábamos. A una semana de la recogida de trabajos para poder participar en los Juegos, andábamos aún enfrascados en el dilema de quiénes podrían formar nuestro grupo; pues al fin y al cabo, sí decidíamos presentar algún poema, estando unidos ya por las circunstancias, daríamos por hecho que todos formamos parte del Círculo; por el contrario, no hacerlo significaría que tal oportunidad se perdería probablemente para siempre. Yo, por si acaso, había dedicado parte de la noche a iniciar la composición de un soneto de corte clásico que titulé: “Dioses del Olimpo”. (Pienso que me hallaba muy condicionado por mi situación personal debido al amor que sentía hacia Margarita). El mismo comenzaba así:

                         Dioses que moráis en el alto cielo
                         Dejad en mi agria copa de dolor,
                         Triste el corazón en amargo duelo,
                         El bálsamo que cura el desamor.

    Para ser el primer cuarteto que componía, después de haber hecho con mi profesor el análisis de algunos tipos de estrofas, no me parecía mal. Sin embargo, dudaba mucho de que versiculando así pudiera conseguir algún premio. Tendría que continuar puliendo mi escritura por mucho tiempo para alcanzar el alto honor de ser “poeta del Parnaso”.
    A la mañana siguiente –era un espléndido sábado de primavera- fui muy contento a casa de Miguelito Cienfuegos a mostrarle mi cuarteto; orgulloso, sin duda, pues el soneto me parecía una estrofa dura de pelar. Y Miguelito no estaba, se había ido temprano de pesca con su padre. De modo que me quedé algo decepcionado por no poder presentarle mi pequeña obra de arte.
    La señora Prudencia se dio cuenta enseguida de mi fiasco y terció gentil como siempre:
    Si quieres te lo leo y te doy mi opinión. Es bueno enfrentarse a la crítica, sobre todo si es constructiva. Sonrió y sus grandes ojos castaños hicieron diana en los míos, convenciéndome.
   -Bueno, estoy algo nervioso; pero… vale.
   No se ciñó a leer para sí el texto; sino que, por el contrario, se lanzó a declamarlo. Aquello sonaba realmente bien, en una voz que nunca había oído con tan bello registro. Daba la impresión que había recitado poemas más de una vez, porque lo hacía con gran soltura. Y acabó el cuarteto enfatizando: … “el bálsamo que cura el desamor”
    Sonrió de nuevo y mostró entre labios sus blancos y alineados dientes.
    -Muy bonito. Es algo trágico, pero has conseguido unir los versos con melodía y buena rima.
    -¿Usted cree? -Dije, sin querer darme por enterado con respecto al adjetivo “trágico”.
    -No sólo lo creo, sino que estoy convencida que si continúas construyendo el soneto en esa línea poética tendrás posibilidades en el concurso.
    -Gracias, señora Prudencia. Dígale a Miguelito que se pase por mi casa en cuanto llegue.
    Y me fui feliz, recitando el cuarteto interiormente. Ya casi me lo sabía de memoria.
    Pasada el almuerzo, se presentó Miguelito en mi casa con una sonrisa de oreja a oreja en su cara.
    -Estamos de enhorabuena, Ramoncito Cámara ha aceptado formar parte de nuestro Círculo; además va escribir algún poema para el concurso. Espero que no se eche para atrás; pues lo veo algo tímido.
    -Esto cambia la situación. Ahora ya tenemos tres patas para la mesa. -Comenté, esbozando también una breve sonrisa.
    -Veremos que pasa con Margarita. La vi muy interesada cuando le dije, además, que éramos muy amigos y que formabas parte del grupo como parnasiano principal.
    -Sí, me siento muy contento, porque parece que ya hemos completado la mesa.
    ¡Y dale con la mesa! Bueno, está bien la idea, pero no la explotes más. Así la vas a desgastar. No te lo tomes a mal, es broma. ¡Vamos!. Te invito a merendar a mi casa y así se le contamos todo a mi madre.
    -Vale, me llevo lo que he escrito para que lo leas tú también. A tu madre le pareció bien. Además, pienso que si componer un soneto resulta muy complicado como noveles que somos, podríamos hacerlo entre los cuatro. ¿Qué te parece? Dos cuartetos y dos tercetos: cabemos a una estrofa cada uno. Yo os llevo ventaja porque ya he escrito la mía.
    -Eres un poco tramposo. Bueno, no tanto, yo también tengo casi terminado otro cuarteto; quizá podamos fundirlos. Sus ojos chispeaban un poco.
    -¡Caramba!. La cosa promete. ¿A qué va a ser verdad lo que dice tu madre de que podemos tener posibilidades en los Juegos?

     Desde mi casa hasta la de Miguelito teníamos que atravesar un jardincillo con un espacio abierto en el que había un tobogán y varios columpios para los juegos de los niños pequeños; que cuando sus madres no los llevaban, los más mayores aprovechábamos para columpiarnos. Y, coincidencias de la vida, justo en ese momento, Margarita se balanceaba en uno de ellos.
    Conforme nos íbamos acercando, mi corazón comenzó a latir cada vez con más fuerza y noté que me subía la sangre a la cabeza. Ahora puedo comprender qué era lo que revolucionaba mi interior produciendo en mi una reacción total: eso que comúnmente llamamos emoción. Estaba tan turbado y paralizado por ésta, que apenas acertaba a hilar palabra alguna. Y casi balbuciendo, le dije a Miguelito
    -Pe… pero si es Margarita. Ahora podremos explicarle nuestro plan. Espero que la convenzamos para que escriba uno de los tercetos que nos falta.
    -A mi me parece que tú sientes algo por ella. Se nota en tus ojos; además te has puesto muy colorado al verla. Acercó su boca a mi oído, y me dijo en tono de sorna:     -¡Ay el amor: que bonito es!
    Margarita se bajó del columpio y vino a nuestro encuentro.
    -Estaba pensando en vosotros y qué hacer con la propuesta que me ha hecho Miguelito.
    -Pues no lo pienses más y únete a nosotros; creo que será una experiencia inolvidable. En el barrio nos lo pasamos bien; pero ésto es otra cosa.
     La miré con atrevimiento directamente a los ojos; no sé como saqué fuerzas de flaqueza para hablarle así.
    Y Margarita, después de mantener unos instantes la mirada, bajo la cabeza para luego dirigirse con cierta firmeza a los dos.
    -Pero yo tengo que ser una más. No quiero que me coloquéis en segundo lugar por ser niña. Todos somos iguales. ¿De acuerdo?
    -De acuerdo -respondimos al unísono, desbordados por la actitud segura de Margarita, que ya se había unido a nosotros e iba a nuestro paso.
    Y curiosamente, cuando ya estábamos acercándonos a la casa de la señora Prudencia, tropezamos casi de frente con Ramoncito Cámara.
    -Os estaba buscando. ¿Dónde os metéis?
    -Vamos, ven con nosotros, que tenemos muchos planes para el Círculo. Porque debes saber que ya están las cuatro patas hechas y derechas. Y podemos proclamar ahora mismo lo que somos, lo que queremos ser: “El Círculo del  Parnaso”
     En ese preciso instante Miguelito Cienfuegos, tomando impulso con el pie derecho, giró hábilmente sobre el talón contrario describiendo un círculo en el aire. Luego elevó firme su puño derecho y dijo:
    - “Adelante parnasianos”.
    Caminamos algo más y llegamos charlando, casi sin darnos cuenta, a la casa de la señora Prudencia que nos recibió como siempre con la cordialidad que la caracterizaba.
    -¡Vaya cuadrilla! Ahora mismo os preparo la merienda: pastel de chocolate y refrescos para todos.
    -Cuadrilla, mamá, precisamente eso es lo que somos: los cuatro poetas del Círculo del Parnaso.
    -Bonito nombre; por fin habéis logrado formar el grupo. Me alegro mucho y espero que triunféis en los Juegos Florales.
    -Mamá, quiero que nos aconsejes porque esperamos presentar al concurso un poema en forma de soneto. Ya hemos hablado de hacerlo juntos. De hecho tenemos elaborado casi la mitad. Mira te leo mi parte que he ido modificando para que case con la de Luisito. Es un cuarteto y dice así:

                             Si confuso y turbado por mi anhelo
                             Deshecho el pulso firme del amor;
                             Si acallado en mis labios el desvelo
                             Veis en mi turbado rostro su pavor

    -Es hermoso, hijo mío; y muy trágico al igual que el cuarteto de Luisito. Estáis inspirados; pues conjuntan muy bien. Pero tengo una idea: me parece que el primer cuarteto debiera ser el segundo y el segundo el primero. Pienso que engarzarían mucho mejor y podrían dar paso a los dos tercetos siguientes; el último –como es preceptivo- con unos versos de desenlace. Os animo a que deis rienda suelta a vuestra imaginación y, entre los cuatro, concluyáis tan bella historia de amor. Una historia de amor con un héroe desconsolado que acude finalmente a los dioses para que le liberen de tan trágico destino.
    Todos quedamos momentáneamente petrificados por las sugerentes palabras de doña Prudencia; que hablaba como si sus labios los movieran las musas del Parnaso; o al menos, a mi me lo parecía a juzgar por el resplandor que adornaba, como una brillante corona luminosa, su pelo caoba a contraluz.
    Leímos los dos cuartetos en orden diferentes y decidimos que la opinión de la madre de Miguelito era la correcta. De modo que establecimos algunas ideas para el cierre de los dos tercetos; e incluso nos pusimos de acuerdo sobre el inicio de cada uno de ellos que, finalmente, compondrían  Margarita  Buendía  y  Ramoncito  Cámara.  Hecho lo  cual, -después de disfrutar de la merienda que la señora Prudencia nos había preparado- nos despedimos hasta el próximo día en que debíamos revisar en su totalidad la composición, dándole la forma final de presentación para los Juegos.
    Y como lo prometido era deuda, nos vimos el día siguiente por la tarde, nerviosos los dos poetas que aún no se habían estrenado, y nosotros mismos que esperábamos ansiosos rematar el soneto en el que habíamos puesto todas nuestras esperanzas.
Comenzó Ramoncito con un terceto que nos dejo maravillados:

                                  Socorredme en este cuerpo tan vacío
                                  Despojado de todo su fulgor;
                                  Muerto ya con su carne consumida.


    Y Margarita, visiblemente emocionada; tal vez por su condición de poetisa recién ascendida a nuestro particular Parnaso, recitó el terceto de cierre. Recuerdo que decía así; pues buena cuenta tuve en aprendérmelo por el especial significado que para mí tenía:

                                 Arrebatadme este clamor que es mío;
                                 Porque mi alma perdido su calor
                                 Ausente está en una vida sin vida.

    Todos aplaudimos y terminamos fundiéndonos en un largo abrazo, porque aquello parecía una especie de irreal realidad; como un bonito sueño que, al despertar, se hiciera definitivamente tangible; un instante que quedaría prendido en nuestros corazones para siempre.

     Después de aquel fogonazo de ilusión, los días siguientes pasaron con la rutina habitual de la asistencia a clase y los tiempos de estudio en casa; días en los que apenas pudimos vernos. Y de saludarnos momentáneamente, era mucho más lo que nuestras miradas expresaban, que las breves palabras, tímidas en el fondo, por no querer deshacer aquel sortilegio que todos habíamos construidos.
    Hasta que por fin llegó el anunciado día. El Salón de Actos del Instituto estaba a rebosar; ya que se habían interrumpido las últimas clases de la mañana del viernes para proceder a la proclamación de los premios: tres en orden de importancia, y el consabido accesit. ¿Quiénes serían los felices creadores? Y en todo caso, ¿merecería nuestro soneto algún premio? Para comprobarlo, nosotros, los cuatro poetas del Parnaso, nos habíamos sentados juntos, alineados de tal forma que Margarita estaba junto a mí, tan cerca como aquella vez en que le acaricié sus manos en el Jardín de los Enfermos. Mi corazón inundado de felicidad, casi flotando, añadía a la tensión emocional de tenerla junto a mí, la otra emoción que se vislumbraba cerca, cuando algunos profesores, entre ellos los dos que nos daban literatura, comenzaron a presidir –con toda solemnidad sobre el estrado- la ceremonia dentro de la cual se darían a conocer los premios. Mientras tanto nuestras mentes, seguramente sincronizadas en una misma frecuencia, esperaban el anuncio de los mismos, después de las palabras de saludo y presentación por parte del Sr Director del Instituto. Y llegaron, por supuesto que sí, a reglón seguido, del primero al último. Y en un clamor que recorría el Salón, todo el alumnado aplaudía y ovacionaba a su cohorte de poetas: no era El Monte Parnaso, por supuesto; pero en aquel momento podía parecérsele -pensé por un instante-, mientras clavaba mis pupilas en las de Margarita y, sin dudarlo por un instante, cogía sus suaves manos y las retenía entre las mías, embargado por su aceptación.        
    La voz melodiosa y bien timbrada de la profesora de Literatura Doña Teresa, proclamo el primero: un soneto que por su temática y perfecta construcción había merecido el máximo honor. Se llamaba: “Joven Amor”.  
    Y en segundo lugar -anunció el profesor de Historia Don Leocadio, hombre serio pero noble persona, que nos había introducido en el mundo misterioso y mágico de la mitología-, un soneto clásico, también elegante en sus formas y bien construido, con aceptable final de cierre: “Dioses del Olimpo”.    
    Ya prácticamente no pudimos oír más: digo nosotros cuatro, que nos levantamos de nuestros asientos para abrazarnos, mientras el resto de los mortales parecían aplaudir en otro plano, como si no los oyésemos, enajenados por la gran alegría de haber obtenido el segundo premio de los “V Juegos Florales”, de aquel año de mil novecientos sesenta y dos.
    Siempre recordaré, como si aún estuviera fresca en mi retina, aquella foto de los cuatro recibiendo nuestro premio, con el fondo del Salón de Actos y el rótulo en letras góticas rezando: “V Juegos Florales”. Hoy la guardo como un tesoro sobre mi mesa de escritorio, con las firmas de aquellos niños, casi muchachos, que tuvimos un sueño poético y lo hicimos realidad. También permanece presente junto a mí, contenido en un marco plateado con unas pequeñas flores de lys grabadas en sus extremos, tal cual quedó impreso con la vieja máquina de escribir Olympia de mi padre, el soneto que nos hizo amigos para siempre. Y sólo por el cariño que les profeso para siempre, lo transcribo a continuación: 
                                                                                    


                           DIOSES DEL OLIMPO

                       Si confuso y turbado por mi anhelo
                       Deshecho el pulso firme del amor;
                       Si acallado en mis labios el desvelo
                       Veis en mi turbado rostro su pavor.

                       Dioses que moráis en el alto cielo
                       Dejad en mi agria copa de dolor,
                       Triste el corazón en amargo duelo,
                       El bálsamo que cura el desamor.

                       Socorredme en este cuerpo tan vacío,
                       Despojado de todo su fulgor;
                       Muerto ya con su carne consumida.

                      Arrebatadme este clamor que es mío;
                      Porque mi alma perdido su calor
                      Ausente está en una vida sin vida.

                        
                      En Málaga, a 4 de abril de 2010


José Luis Pacheco Diaz  
           

               

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