RELATOS QUE CABEN EN TU MANO...

 

- Abel - El poder de la poesía - Nueve relatos como labios...- El suicidio del hombre medio - Una desagradable pesadilla - Premeditación - Circulo del Parnaso - Amor cuántico - Camino viejo -

- Señorita olvido - Del pensamiento y otras fantasias - No sabe el alma - Delicado pergamino - 14. Asi es la vida - 15. Tu, espejo enamorado - 16. Metáfora de la mariposa - 15.El narrador narrado-

-16.Reflejos en el espejo-

 

 

                       ABEL, EL MUCHACHO QUE SOÑABA CON SER POETA

                                                     “Homenaje a Juan Ramón Jiménez, poeta de poetas”

 

            Abril, no siempre es un mes lluvioso. Y me viene a la memoria que en aquella ocasión, aunque mucho más seco, trajo consigo una vaporosa primavera de flores, por otro lado nada relevante si pensamos que su antecesor marzo fue excesivamente pródigo en lluvias, incluso para dicha época estacional. Todos los parques y jardines estaban preciosos; lucían como una alfombra multicolor que unos ángeles caprichosos hubiesen tejido sin pedir permiso a nadie; como un regalo metido en su brillante caja de celofán, cuyo contenido en modo alguno debiéramos desvelar para conjurar la sorpresa: así amaneció aquel primer día de abril de aquel año; año del que no diré su nombre, es decir su número en el calendario del tiempo. Y yo me encontraba justo allí y, en cualquier caso, era tan joven por entonces que mis sentidos estaban aún poco despiertos para apreciar los sutiles cambios que se iban produciendo en el espacio y en el tiempo. Me había autodenominado “el muchacho que soñaba con ser poeta” y pretendía llevar a cabo un proyecto que iba a tomar forma, ahora comprendo, de manera algo atolondrada. Este es, como acabáis de leer, el principio de mi historia dentro del largo sendero personal que hube de recorrer como escritor; el que me condujo -dentro de poco acabaréis conociéndolo- hasta la situación en que me hallo ahora mismo, a mis treinta y tantos años; tal vez  algo más lúcido de lo que antes fui. Y es que mi profesor de literatura en el instituto de bachillerato de mi ciudad, siempre me lo advirtió: “Abel, como irás comprobando por ti mismo, se puede enseñar el verso, su métrica, la rima e incluso hasta su interno ritmo; pero es imposible infundirle a nadie el divino don de convocar a las musas; ellas y únicamente ellas, pueden elegirte para elevarte hasta el enigmático mundo de la Poesía; y ese camino –si estás firmemente decidido a ser poeta- habrás de recorrerlo inevitablemente en absoluta soledad.”
Y así fue como comencé a aprender, a duras penas, la posibilidad de unir algo tan ingrávido como una idea a una sustancia tan material como un signo; e igualmente a comprender como éstos –argamasa física de los conceptos- delicadamente manejados, podían reflejar, igual que en un caleidoscópico espejo, imágenes puramente virtuales: nadie ha descubierto hasta el momento, que yo sepa, el secreto de tan hermético prodigio.      
De modo, que casi sin darme cuenta, fueron transcurriendo los días con sus noches, los meses y los años, todo envuelto en una espesa neblina que luego, paulatinamente, se fue disipando hasta convertirse en una levísima gasa que me dejaba ver, por entre sus finos poros, la maravillosa conjunción de los fondos con sus formas, las ideas compañeras de las palabras, alumbrando, sin casi yo entenderlo, mi personal mundo poético. Sucedió todo esto hasta la prevista llegada de un nuevo primer día de abril, esta vez lánguidamente lluvioso, justo la fecha en que el destino nos volvió a reunir a mi viejo profesor y a mí, su alumno favorito. Aquella hermosa tarde paseábamos por los muelles del puerto, empapados por una tibia llovizna que se iridiaba bajo los tenaces rayos de sol, cuando sentí un fuerte impulso de preguntarle sobre aquello que me había mantenido en vilo los últimos años: “Maestro, le dije, a pesar de vislumbrar cada vez con mayor claridad; aún no he podido alcanzar a ver las delicadas formas de su desnudo cuerpo, ni mucho menos percibir su bello rostro virginal.” A lo que el viejo profesor me respondió, sin dudar por un instante: “Querido Abel, compañero de viaje, no nos ha sido concedido en esta imperfecta existencia, contemplarla tal cual Ella es, en todo su luminoso ser. Por eso a través de nuestros poemas, al menos idealmente, aspiramos a poseerla, y la llamamos deseosos: Poesía, Poesía pura. Muéstrate. Ven a mí”. 

 

Málaga, 12-9-2009                          

 

José Luis Pacheco Díaz  

                                                

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   EL PODER DE LA POESÍA

 

            El tiempo pasa sobre nosotros, pero apenas logra rozarnos; aunque su constante curso acaba erosionando poco a poco nuestra efímera piel: es la inevitable consecuencia de las leyes de la Física y Química que gobiernan los cuerpos. Sin embargo, al abrigo de tan poderoso avatar, vivimos inmersos en la tenue burbuja de nuestras mentes ideativ. Y al margen de las estaciones de la vida, podemos recorrer la extensa arquitectura de tan impresionante edifico y conocer y explorar con nuestros dedos virtuales desde su más remoto pasado hasta su más lejano devenir; porque somos –más allá, en el fondo- criaturas intemporales, cuyas sutiles almas vibran en un plano intermedio entre la materia y el espíritu. Cosa extraña; inverosímil para muchos y más que probable para algunos: cuestión de creencias ancestrales, cuya energía viene configurando un núcleo esencial desde las más primigenias culturas. Y sea como fuere, una misteriosa llama parece dormitar encriptada en el corazón humano y, de vez en cuando, irrumpiendo en nuestro campo de conciencia, estalla y arroja su imparable fuego, haciéndonos arder primero para luego acabar renaciendo de entre las cenizas como aquel mítico ave fénix. Todo gracias a un poder intangible, absolutamente vibrante y eterno, que alcanza su máxima expresión en la divina creación poética. Es el poder de la poesía hecha realidad; que sobredimensiona la materia y nos transporta a la búsqueda de mundos soñados, intuidos como a través de una delicada gasa por la que transpira nuestra arrebatada existencia.

 

    Málaga, 26-12-2009  

José  Luis  Pacheco Díaz                            

 

 

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  EL JARDÍN

 

    El jardín. La lluvia nos sobrecogió dulcemente. Llovía y me dejé envolver como un niño entre las tibias gotas. Me pareció sentir algo parecido al lejano murmullo del mar a lo lejos. Recuerdo; aunque pasado el tiempo ese recuerdo perezoso se me adormece. Me queda, eso sí, el vibrante sonido de la acompasada caída de las gotas sobre nuestras cabezas. Llueve. Recuerdo que llovía y que sus manos se desprendieron lentamente de las mías. Se dejó caer sobre el blando asfalto que la calima había descompuesto. Llueve. Por eso recuerdo que sus labios rozaron placenteramente mis mejillas. Luego el silencio, solo el silencio que entierra para siempre su cuerpo alejándose como una mariposa en vuelo.

    Málaga, 27-05-2006

José  Luis  Pacheco Díaz

 

 

                                            ATARDECER

 

    Me desperté en el pálido atardecer y recorrí toda la muralla. Almenas, torrecillas, arpilleras y muros de ladrillos derruidos. Fui descubriendo en aquel lento paseo los nidos que los vencejos habían construido en la descarnada muralla y, sin apenas darme cuenta, la oscuridad se apoderó de todo como un vampiro que emergiera de las nacientes sombras. Mientras observaba el día injustamente vencido por el abrazo mortal de la noche, pensé en lo corta que es nuestra existencia, sometida siempre a un incierto destino del que nadie puede escapar: somos tan sólo, lo dijo el gran poeta, el tiempo que nos queda.                    

    Málaga, 19-01-2007

José  Luis  Pacheco Díaz

 

            TODAS LAS MARAVILLAS DEL MUNDO EN SU CABEZA

 

    Tenía todas las maravillas del mundo en su cabeza, pero solía sentirse profundamente desdichado. Con sólo dar un chasquillo de dedos, lograba encender dentro de si las luminarias todas de la fantasía; de modo que era capaz de viajar sin tregua ni final hasta cualquier confín del universo. Sin embargo, le resultaba imposible esquivar aquella trágica infelicidad. Era entonces cuando un rictus interior inundaba su alma de una insoportable congoja cuyas oleadas le sumían en inacabables horas de pesadumbre y melancolía.

    Málaga, 25-01-2007.

José  Luis  Pacheco Díaz

 

 

              CADÁVER DE HOMBRE AÚN SIN IDENTIFICAR

 

    Me observé parado en mitad de la carretera. Por un momento gire la cabeza  hacia atrás, presintiendo que alguien pudiera seguirme, y continué andando; luego hacia delante, dejé discurrir de nuevo la mirada perdida en el lejano horizonte y fui recorriendo paso a paso la línea de carretera que circundaba la campiña: algunos álamos y abundantes chopos adornaban los verdes márgenes del pequeño riachuelo local. Poco después logré adivinar en qué sitio podría encontrarme. Mientras el frío calaba mis huesos y la lluvia me peinaba el rostro, conseguí finalmente llegar hasta una pequeña casita construida con adobe y paja; cuyas angostas ventanas entreabiertas dejaban escapar un cálido olor a leña quemada. Tuve la sensación de que debía de ser el final de mi viaje, según los datos que me habían sido confiados algunos días antes: en mitad de la pequeña habitación rectangular, que hacía las veces de salón comedor, sentado en una destartalada y vieja mecedora, muerto ya y en completo abandono, se hallaba el cadáver de un hombre aún sin identificar.

    Málaga, 26-01-2007 

José  Luis  Pacheco Díaz

 

 

                                     CHINO MANDARÍN

 

    Embriagado por el suave aroma del almendro en flor caí preso de un profundo y narcótico sueño. Y así pude viajar al país de la China idílica y milenaria donde el dulce salterio sus notas componía como trinos de pájaros al aire. La primavera acudió a visitarme y me detuve a contemplar, en un pequeño abrevadero del bosque, una hermosa gacela blanca que bebía confiada dejando reflejar su imagen en las límpidas aguas. Luego, después de caminar lentamente durante largo rato, quedé totalmente arrebatado y en brazos de un plácido sopor. Cerré mis ojos al mundo y cuando desperté me hallaba tendido en mi cama vestido de chino mandarín.

    Málaga, 19-02-2007

José  Luis  Pacheco Díaz

 

 

                                        AQUEL ROBLE CENTENARIO

 

    Aquel roble centenario que hace años conociste, se arrodilla hoy, viejo y cansado, en el centro de la templada campiña. Hace tiempo le nacieron cinco valientes y hermosos hijos que a su alrededor hacen guardia con cariño, mientras sus ágiles ramas balanceadas al viento le rinden un último tributo en señal de respeto.
Yo vi más de una vez al gigante de madera batirse contra las hirientes heladas o las desapacibles tempestades del invierno, sin que apenas un breve suspiro de desaliento exhalase su robusta alma vegetal; y cómo durante la grácil primavera y el perezoso verano, regalaba generoso su inagotable sombra, especialmente a los jóvenes enamorados que dejaron grabados sin pudor profundos corazones en su tronco. Y cuenta una vieja leyenda popular, que al llegar la melancólica estación del otoño, siempre al anochecer, y en la más completa soledad, puede oírsele entonar alguna antigua balada campesina aprendida durante su más tierna infancia. Sin embargo aquel roble centenario que hace años conociste, y bajo cuya ancha copa tantas veces nos prometimos amor eterno, es ya hoy tan sólo una hermosa estela del recuerdo.

     Málaga, 03-03-2007

José  Luis  Pacheco Díaz

      

 

                                         ATADO A LA VIDA

 

    Oigo sonidos al otro lado de mi habitación. Una misteriosa melodía me llama y entre sus notas resuenan dulces violines, cual voces de seres celestiales. Salgo a la calle y veo el cielo mucho más azul. Lo primero que contemplo: una carita de niño, tierno y asustado, que se aferra fuertemente a la cálida mano de su madre. Hoy he soñado que los ángeles también sienten pena. Milagrosamente, dos luciérnagas, al atardecer, han realizado un corto vuelo dentro de mi alcoba, aterrizando suavemente entre mis manos y dejándome –interpreto- un mensaje de amor. Me siento muy solo y he salido a pasear, imaginando a miles de personas que montaban bicicletas voladoras. Cosa extraña, pues seguramente las bicis no vuelan por el cielo. ¿Vuelan acaso las almas luminosas en busca de la luz? ¿Serán luciérnagas las personas que se transmutan en ellas y, finalmente, escapan viajando sobre el éter? Ahora el tiempo pasado me visita de nuevo: tumbado sobre el césped imagino, en el dibujo de una nube, tu añorada figura. Porque hoy, más que nunca, aspiro a tenerte junto a mí; aunque sé que es imposible. ¡Que  pena que me tenga que morir, que te tengas que morir!; que de improviso, suene la música que da paso al epílogo de nuestra historia. Se acabó. Fin de la película. Se deslizan por la pantalla los rótulos de crédito y yo no me resigno: quiero vivir nuevamente dentro de ese sueño proyectado; aunque no tenga dinero para pagarme la próxima sesión. ¡Que pena dejar atrás tanta belleza, tantas cosas hermosas que la vida nos regala! Por ejemplo, esa flor perfecta que eclosiona de pronto su corola en primavera. ¿Y qué me dices del sabroso helado que aquel muchacho saborea orgulloso deleitándose con su suave textura? O el sol, alto sobre el horizonte, esperando el declinar de la tarde: ¡Que bello e inenarrable espectáculo! ¡Pasen, pasen a contemplarlo! Que no, que no quiero morirme todavía; debiéramos aplazarlo para más tarde. ¿O no, queridos ángeles? Velad, velad por mí y por todos nosotros. Dejadme que viva algo más, al menos hasta la llegada de la nueva primavera. ¡Ah!, ¿no os lo he dicho? He cumplido 80 años, pero me siento tan vivo como un adolescente de quince. Porque hoy, sabed todos: creo en ti y en ti y… en ti. En ti también. En esta antesala de la muerte estoy, más que nunca,  atado a la Vida.

    Málaga, 16-03-2009.

José  Luis  Pacheco Díaz

 

                                                  BRASIL

 

     Ninguno de los dos percibió la luz. Imprevista, como una vertiginosa ráfaga, se coló por entre las pequeñas rendijas de las contraventanas. Llegó sin pedir permiso y comenzó a alumbrar la estancia casi desierta: un camastro desvencijado, mal vestido de zurcidas sábanas; una mesita de noche, vieja y desquebrajada; una mesa cuadrangular que apenas se sostenía de pie, y dos sillas de enea. Y por todo atuendo artístico en las paredes, un mapamundi, regalo del maestro del pueblo antes de su marcha, donde con los ojos puestos, todas las noches, soñaban en aquellos  imposibles viajes que nunca llegarían a realizar.
Y allí estaban Lucia y Ramón, como unos jóvenes pasmarotes alucinados, los dos en la cama cogidos de la mano, sintiendo la calidez del fragor corporal, ensimismados imaginado su más querida aventura que se representaba en aquel amarillento mapa: viajar a Brasil. Y ambos, sin saber por qué, movidos por un extraño resorte, comenzaron a tararear al unísono: “Braa… sil;  Braa… sil;  Braa…sil”     

     Málaga, 25-09-2009

José  Luis  Pacheco Díaz

 

 

                   LA VEREDA DE LOS SAUCES LLORONES

 

    Hay una blanca vereda que conduce hasta el fondo de tu corazón. Ayer, en la noche oscura, pude contemplar por breves momentos su maravillosa armonía. Una hilera de viejos sauces llorones escoltaban su inmaculado cauce; y bajo la rutilante luz de las estrellas, tu cara aparecía dibujada al fondo. ¡Qué extraordinario prodigio, entre las sombras, tu imagen abismal ofreciéndome una larga mano de acogida! Y allí estaba yo, sobrecogido, como un niño asustado, el ánimo acelerado, expectante ante el misterio que se ofrecía ante mis ojos. Por un momento creí que despertaba de un extraño sueño; pero era verdad que tus brazos abiertos me esperaban junto a la vereda de los sauces llorones, aparentemente tan lejos, tan cerca de mi corazón.

      Málaga, 23-01-2010

José Luis Pacheco Díaz 


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EL SUICIDIO DEL HOMBRE MEDIO

 

                 El hombre se ha parado en el borde de la acera, justo en la esquina donde está colocado el semáforo, en uno de los pasos peatonales de la Gran Avenida. No es ni muy grueso ni muy delgado; ni muy alto ni muy bajo. Tiene el perfil de ese tipo de personas que pudiéramos considerar de grupo medio: como si dijéramos perdidos en la masa; diluida su personalidad, a nuestro juicio, en una absoluta indefinición. Observamos como mira ansiosamente a un lado y a otro lado de la calzada, antes de dar el primer paso, tomar el impulso que lo ha de llevar hasta la otra orilla de la calle. Sin embargo, lo que de ningún modo podemos adivinar, por su puesto sentir, es lo que le corre en ese preciso momento por su cabeza. Negros pensamientos como ráfagas vertiginosas que van y vienen dejan una huella dolorosa en su mente; se adueñan de él y lo torturan grabándole a fuego una obsesiva idea: saltar impetuosamente al asfalto para dejarse atropellar por el primer inadvertido vehículo que en ese momento transite. Mientras transcurren los segundos que le parecen  pesados siglos sin retorno, se lo piensa dos veces; pero no halla a su alrededor –es obvio decirlo- ninguna amistosa voz que lo disuada, dándole un consejo que logre frenar tan precipitaba decisión. Pugnan durante esos interminables instantes, dentro de la misma delicada cuerda, la Vida y la Muerte; jugando caprichosamente a los dados que depositan, con perversa neutralidad, en las manos de este hombre queriendo darnos la impresión de que se trata de un ser completamente libre para decidir su futuro. Nefasto principio de total incertidumbre. Terrible paradoja cuántica que nos repugna resolver. ¿Morirá el Hombre Medio? ¿Se salvará al fin felizmente? Sólo Dios lo sabe. Nosotros, por nuestra parte, como creadores de la ficción, nos negamos en rotundo a otorgar cualquier tipo de final a tan truculenta historia. Quede al arbitrio cómplice del lector –tal vez injustamente- su heterogéneo desenlace.

 Málaga, 27-10-2009

José  Luis  Pacheco Díaz

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                      UNA DESAGRADABLE PESADILLA

 

                 Aquella noche el cansancio le rendía. Sentía su mente densa y pesada como un pedazo de plomo y los pensamientos, huidizos, escapaban juguetones hasta los oscuros sótanos de su memoria. Tenía los ojos embotados igual que su cerebro, que había trocado aquel fino y transparente cristal en una especie de oscuro humor vítreo: oleaginoso y demasiado flexible para ser convenientemente modelado por los delicados artificios del lenguaje. Mientras, su boca  naufragaba inmersa en un desagradable sabor a metal ácido, con el que se quedó mientras se sumergía poco a poco en un profundo y extraño sueño. Y allí se encontraba. Solo; porque ex profeso había ideado una  meticulosa  estrategia  para  poder lograr la solución definitiva. ¿Qué secreto guardaba en su hermético corazón, qué no pudiera compartir abiertamente con ella? Y como no tenía, por decisión propia, con quién compartirlo; y como no podía hacer otra cosa que morderse los labios, decidió poner fin a tan terrible tortura relatándole en una breve carta todo aquello que le quemaba por dentro.

“Querida mía: Siento tal congoja en mi corazón que el alma, helada como está, se me desborda en un río de amargas lágrimas sin fin. Soy un traidor para nuestro imposible amor, el más odioso y miserable de todos los seres que habitan en esta tierra; pero hoy mi boca no puede callar por más tiempo y debo contarte todo lo que hasta ahora te he ocultado. Pon máxima atención a mis palabras porque a través de ellas entrarás en el secreto mundo de este desalmado que ahora soy: Nunca te quise, ni podré quererte jamás. No estamos hecho el uno para el otro; aunque hayamos aprendido a respetarnos porque el destino nos ha unido, tal vez en contra de nuestra propia voluntad. Nacimos y moriremos sin amarnos y nuestros sueños, a lo sumo, hallarán tal vez cumplida realización en algún cruce de caminos, en otra de las muchas vidas que existen paralelas a ésta. Sin embargo, y a pesar de todo, he de decirte que te necesito.

Tuyo para siempre…”

                   Y excitado, tal vez por la dura experiencia, justo en el momento en que concluía la redacción de la carta, despertó de súbito y pudo comprobar que había estado soñando. Todo permanecía en su sitio, como siempre; cada cosa en su lugar y ella dormía placidamente  junto  a  él  en  el  mismo  lecho. Por  suerte –pensó, sin meditarlo demasiado- no había sido más que una desagradable pesadilla.

      Málaga, 09-02-2010.

José  Luis  Pacheco Díaz

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                                      PREMEDITACIÓN

 

              En su pecho se agolpó de pronto la congoja, que creció como un perverso verdugo, que aplicó silenciosamente la mayor de las torturas imaginables. Bajó hasta el jardín en flor y contempló sus rosas que ascendían hermosas en pos de la naciente primavera. Acarició con una infinita ternura a su perro Valiente, acto que el noble animal reflejó en sus ojos. Y a sus queridos amigos, los pajarillos del alto ciprés del otro lado de la calle, saludó por última vez. Todas estas cosas hizo casi sin pensar, antes de dirigirse a su angosto despacho donde guardaba, a buen recaudo, un pequeño revólver comprado en una venta ilegal que cuidadosamente había cargado la noche anterior. Se desplazó como un autómata hasta el pequeño cajón, el único que tenía la mesita donde ordenaba los pagos y las cuentas de su negocio de quincalla y en un gesto absolutamente mecánico lo alzó, le quitó el seguro, y colocándolo suavemente sobre su sien izquierda se descerrajó un  tiro que le hizo primero tambalearse y luego caer fulminado al suelo; dándole tiempo, sin embargo, de anteceder su propio final en unos infinitesimales destellos en los que su cerebro rebobinó el carrete de su vida desde su nacimiento hasta su muerte. Y así, en apenas diez minutos, resolvió primero y puso luego fin a su trágica existencia.

                
    Málaga, 17-11- 2009.

José  Luis  Pacheco Díaz

 

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                                 EL JARDÍN DE LOS ENFERMOS
                                                                  “A Margarita Buendía

 

         La primera vez que tuve entre mis manos las de Margarita Buendía, ya le habían empezado a salir las flores al almendro del Jardín de Los Enfermos: lo llamaban así, porque al llegar la primavera todos los enfermos de tisis iban a sentarse junto al pequeño arbolito. El sanatorio quedaba relativamente cerca a pie; y a la vuelta de las sesiones de tratamiento médico, era costumbre que la mayoría de ellos hicieran una parada en mitad del camino, en dirección al centro de la ciudad.
    Aquel día de febrero el cielo, cubierto de nubes grises, amenazaba lluvia y la ciudad se vestía de una trágica pátina de melancolía El aire, denso y frío, parecía hacerse eco de la tristeza que comenzaba a pesar sobre nuestra familia.
    Mi madre me había mandado hacer un recado para mi pobre tía Enriqueta, cuyo segundo marido, el difunto Ambrosio Casamayor, tuvo en aquel, no cabe la menor duda, un aciago día: recién amanecido el jueves veintitrés de febrero, festividad del venerado mártir San Policarpo, el que fuera obispo de Esmirna, su mujer lo halló muerto sentado en la mecedora que solía utilizar cuando se sentía mal. Debió de sorprenderle un infarto de miocardio, el definitivo; pues ya había sufrido el primero hacia cinco años. Este último se lo llevó seguro al cielo; pues el buen hombre era lo más parecido a un santo.
    Cuando lo pienso, no entiendo nada de nada. La vida parece manejada por un mago prestidigitador que explica bastante poco de sus artes: se van los buenos y se quedan los malos. Creo que nadie puede lograr entender esto que llamamos existencia; que nos sobrepasa y hace con nosotros lo que le parece. Por eso he dado en creer que la explicación más plausible debe de estar fuera de toda lógica; ya que, al parecer, sirviéndonos de tan fino instrumento, vamos hacia el caos total. La desesperanza campea a nuestro alrededor sembrando una cruel maleza de dudas que se resiste a ser segada por nuestra pulida inteligencia. Pero dejemos de momento tan apasionante disquisiciones para zambullirnos de lleno en la historia que estamos contando.
    Ambrosio Casamayor había sido toda su vida joyero, gracias a heredar el negocio de su padre, don Alberto Casamayor Caballero, que a su vez lo obtuvo del suyo. Conformaba la tercera generación de una familia de joyeros, que llegó a tener en su día hasta tres establecimientos en la ciudad; pero que pasado el tiempo, por avatares del destino, quedó sólo reducida a éste de la céntrica calle de Correos; muy frecuentada, eso sí, por toda clase de público venido desde cualquier punto, incluso desde los barrios más lejanos. Era Ambrosio Casamayor un hombre de faz amable y sonriente; en su conjunto achaparrado, algo cargado de espaldas; pero de rostro agraciado, en el que destacaban sobremanera y lucían sus ojos azules, extraña mezcla de caracteres que no parecían corresponderse con aquel cuerpo bajito de piel morena. Por tal motivo, le conocían también como “el inglés”; pues se decía que un antepasado suyo, al parecer oriundo de Manchester, vino a España en misión comercial para montar una manufacturera de azúcar y aquí se quedó para siempre.
    Por aquel entonces, siendo yo pequeño, mi padre frecuentaba la joyería de la familia Casamayor, porque el señor Ambrosio y él habían estudiado juntos hasta el Bachillerato; luego se separaron: aquel se dedicó desde muy joven al negocio familiar, y mi padre, trabajó durante bastante tiempo como dependiente en una zapatería. Era una época hermosa, al menos así la recuerdo yo. En el barrio formábamos una gran familia; y a menudo, en las noches de verano, los vecinos solían sentarse haciendo corro junto a las puertas de sus casas. Y con frecuencia alguno de ellos se animaba a contar viejas historias, mientras los niños las escuchábamos boquiabiertos y paralizados.
    Entre aquellos niños se encontraba casi siempre Margarita Buendía, hija del tendero de ultramarinos del barrio; la criatura más angelical que nunca he conocido. Yo me enamoré muy pronto de ella en silencio y a nadie me atrevía a decirle mi secreto: en él me consumía mientras la vida pasaba y pasaba. Las semanas parecían siglos y mi corazón languidecía pensando que nunca la tendría junto a mí. Hasta que aquel triste día del mes de febrero mis manos rozaron el cielo.
    En el camino que iba desde mi casa a la de mi tía Enriqueta, decidí darme una vuelta por el Jardín de los Enfermos, por ver si el almendro estaba en flor; ya que desde hacia algunas semanas yo había observado cómo le brotaban algunas yemas de entre sus ramas leñosas. Y allí estaba ella. Sentada en uno de los bancos del jardín, Margarita Buendía se solazaba aprovechando la repentina llegada de algunos rayos entre las nubes. Ni aún hoy acierto a relatar lo que sentía mi espíritu de niño cuando contemplé aquel inmaculado ser que imaginaba obra de Dios. No acertaba a pronunciar palabra alguna, y de pronto, hasta mi exaltado corazón enmudeció. Me acerqué tímidamente y la miré con profundo amor, como creo que miran las almas puras de inocencia; sintiéndome plenamente correspondido con el mensaje limpio de sus ojos que expresaban todo fundidos en su dulce mirada. Y armado de valor, seguro de mis sentimientos, cogí sus delicadas manos y las retuve por breves instantes entre las mías; justo el tiempo preciso para quedar conectado para siempre con su espíritu.

 

En Málaga,  a 18 de marzo de 2010


José Luis Pacheco  Diaz  

                 

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EL CÍRCULO DEL PARNASO, “Miguelito  Cienfuegos”

 

    Desde el momento en que comenzamos a tratarnos en el Instituto, yo ya había asumido, de modo casi inconsciente, que nunca lograría emular las hazañas literarias de Miguelito Cienfuegos
    Miguelito Cienfuegos hacia verdaderamente honor a su apellido. Parecía que el destino le hubiese otorgado razón de ser en la tierra, honrándole  con tan redonda nominación; antes, como era lógico, mucho antes de que naciera. Su familia procedía, según contaban los más viejos, de un pequeño pueblo de Asturias; habiéndose arraigado en el barrio hacia ya dos generaciones. De modo que se sentían ampliamente identificados con la ideosincracia del mismo, dando muestras constante, en sus manifestaciones cotidianas, de tan feliz coincidencia. Podría contar muchas anécdotas de aquella peculiar familia y especialmente de la señora Prudencia, que tan buen tino tenía con todos nosotros. La recuerdo como una mujer de magnífica presencia, alta de estatura y cuerpo grácil, a pesar de sus cuarenta y pico años; gentil y con una mirada profunda e inteligente que sobresalía por encima de su humana condición social. Parecía haber logrado un estatus mental que le permitía brillar con luz propia entre las mujeres de la vencidad; siendo como era una adelantada a su tiempo: liberal en defensa de su condición de madre y esposa y, por encima de todo, amante de la literatura.
    Ciertamente, creo que Miguelito Cienfuegos poseía, aunque hubiese heredado de su padre otras cualidades, el donaire señorial y comedido de su madre, la gracia en el decir y en el mirar; en su capacidad de convicción, que sólo los verdaderos triunfadores reflejan: era sin duda un ser privilegiado, al que la señora Prudencia mimaba con gran solicitud; aunque sin descuidar un ápice su formación personal.
    Y en mitad de dichas circunstancias, me hallaba yo; aprendiendo de todos y de todo. Había llegado al redil de aquella acogedora familia, casi por casualidad: un caluroso día de agosto, mientras pedía un vaso de agua a la puerta de Miguelito, porque la sed me abrasaba. Y como otras muchas veces, mis deseos me fueron concedidos: obtuve el agua para saciar mi sed y al mismo tiempo, ante la presencia de la señora Prudencia, comencé a experimentar otra agua, el agua del conocimiento; algo con lo que calmar mi permanente sed de aprendiz.
    Desde aquel bendito día, que siempre agradeceré a Dios, nos hicimos fieles amigos: Miguelito Cienfuegos, el líder, el niño más admirado del barrio, y yo un niño corriente, su abnegado amigo. Y para sellar tan magnífica amistad, llevamos a cabo lo que convenimos en llamar “un pacto dulce de sangre”: decidimos comprarnos un par de helados de sabores distintos, con el fin de degustarlos despacito, haciendo una suerte de intercambio de mano y boca, mientras la calima derretía nuestros cuerpos bajo la tibia sombra del Jardín de los Enfermos.
    El verano pasaba como un vertiginoso cometa recorriendo los brillantes días de sol y playa; hasta que en un abrir y cerrar de ojos, una tarde en que estábamos todos tendidos plácidamente al sol, nos cayó de pronto una lluvia torrencial y con ella bajo el brazo apareció de improviso el otoño. Y con éste el nuevo curso escolar, los libros nuevos, el uniforme del instituto con estrene de corbatas al haber pasado de nivel académico; y los nuevos  profesores; los viejos  y  los nuevos compañeros que ya estaban desde el curso anterior… Todo nos parecía como recién llegado, como si fuese algo extraño y ajeno a nosotros, aún siéndonos familiar El perezoso verano nos había desconectado de tal modo de nuestra otra vida, la de estudiante, que ahora nos pesaba como una losa. Se imponía otra vez  el estudio y la búsqueda del conocimiento; y ello nos llevaba por fortuna nuevamente al encuentro con la literatura. De modo que los dos, Miguelito Cienfuegos y un servidor de ustedes, decidimos embarcarnos en una fantástica aventura; convertirnos en los caballeros hacedores del que acabaríamos bautizando como “El Círculo del Parnaso”. Nuestro conocimiento sobre este asunto era escaso; a excepción de lo que la señora Prudencia nos había contado: A saber, que “El Parnaso”, entre otras referencias a las Musas y al dios Apolo, era un maravilloso lugar en el que moraban idealmente reunidos todos los poetas. Más tarde supimos también que el Monte Parnaso era una realidad física -muy bella por cierto-, que pertenecía geográficamente hablando a Grecia.
    Y con este pequeño cúmulo de convicciones y la ayuda inestimable de la señora Prudencia, nos pusimos mano a la obra. Necesitábamos un lugar para el círculo parnasiano y un grupo de poetas que pudiera sentarse en derredor del mismo; que fuese capaz de crear literatura, poesía a raudales… El lugar, ya lo teníamos: nos miramos fijamente; nos leímos mutuamente el pensamiento y…, decidimos como un rayo al unísono: “El Jardín de los Enfermos”. Pero… ¿Y los poetas? ¿Dónde encontraríamos a los poetas?
    La incertidumbre fue tomando cuerpo día a día sin que pudiéramos encontrar una solución inminente al problema. Pero hete aquí que lo que consideramos un problema añadido, aceleró la solución del nuestro: El Instituto hizo público, justo a la semana siguiente, la celebración de los “V Juegos Florales”. Todo un reto inesperado para unos noveles deseosos de entrar triunfantes en El Círculo del Parnaso.

                    
    En   Málaga, 23-03-2010.

José Luis Pacheco Díaz

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                                         CUATRO POETAS  

        

    Uno, dos, tres…y hasta cuatro. Sí, estoy seguro, cuatro, dijo Miguelito Cienfuegos, alzando la voz; casi declamando.
    Era algo histriónico este Cienfuegos; pero convincente al fin y al cabo.
Luego dio un pequeño suspiro y retomo la conversación.
    Cuatro, como las cuatro patas que sostienen una mesa. Cuatro, como los cuatros puntos cardinales que nos sirven de orientación. Seremos cuatro los poetas parnasianos.
    Yo asentí, no muy convencido.
    Pero ahora mismo somos apenas dos. Pienso que así la mesa se nos cae. Mira como la aguanto -hice el gesto-, y sonreí pensando que le había tocado la fibra sensible.
    Sin embargo Miguelito Cienfuegos tenía, puestos a echarle imaginación, por lo menos ciento y un fuegos; todo un corazón fogoso y batallador.
    -Buscaremos gente en el barrio, o en el Instituto…, en la calle si hace falta. ¡Tengo una idea!
    Y me esperé dándole tiempo a que desembuchara.
    Frunció el entrecejo y se acarició suavemente la barbilla.
    -Conozco a un chico que es de un curso superior al mío, al que le gusta escribir poesía. Podría ser un buen candidato si le convencemos de nuestro proyecto. Un amigo suyo me ha dicho que es un poco tímido, pero sensible. Ha hecho sus primeros pinitos con el verso en soneto; seguramente porque su profe de literatura le anima diciéndole que puede llegar a conseguirlo. Bueno, puede que sea una buena idea. Por algo hay que empezar. Los días corren y no tenemos tiempo que perder.
    -Es verdad, me he enterado que van a dar hasta tres premios y una cosa que llaman algo así como acce… accesit; una palabreja muy rara; pero dicen que lleva premio también. Ja, ja, ja…
    Estábamos llegando hasta las puertas del Instituto. Eran aproximadamente las ocho de la mañana y hacia frío. Me subí el cuello del chaquetón y nos despedimos hasta la hora del recreo. Cada uno tenía que tomar su puesto en la fila para el canto del himno y el izado de bandera.
    Nada más salir del Instituto nos encontramos a Salvatierra, el amigo íntimo de Ramón, -el chico tímido y callado del que hablábamos- y nos dijo que se lo había propuesto y que no parecía estar muy decidido a unirse a nosotros. Tenía miedo de hacer el ridículo o que lo consideraran un niño raro por formar parte de una  especie de  club  tan  extraño. ¿Qué  era  éso  del  Círculo  del  Parnaso?  Y además, ¿Quién entendía qué significaba formar parte de una cosa tan ideal y poco sustanciosa?  Nos tomarían por tontos o, lo que era mucho peor, por locos o lunáticos.
    Aquella semana pasó para mí sin penas ni glorias. A excepción de la tarde del domingo; una más de las tristes y apáticas tardes de domingo, en las que la perspectiva del inminente lunes se une siempre a la melancólica estampa del declinar del sol vencido por la noche. Y fue porque esa tarde la vi de nuevo, paseando por la calle con su madre. Hacia casi tres semanas que no sabía nada de Margarita Buendía; por la que bebía los vientos desde que hubiésemos tenido aquel fugaz encuentro en el Jardín de los Enfermos. Seguía queriéndola en silencio y ello me producía una gran desazón espiritual, demasiado intensa para mi edad. Deseaba tenerla cerca, pero no sabía como ingeniármelas para hacerlo. Y en esa hoguera pasional –sin entender mucho de tan confuso fuego- me consumía esperando hallar la solución. Y de pronto, recordé la oportunidad que los Juegos Florales nos ofrecían y nuestro anhelado Círculo del Parnaso y, a la vez, la imagen de una mesa a la que le faltan patas, y se cae; y la duda de Ramoncito Cámara, el poeta en ciernes… Y opté, a pesar de mis constantes inseguridades, alimentadas siempre por el liderazgo natural de Miguelito, por tomar la iniciativa al menos una vez. Le propuse convencer a Margarita para nuestra causa e incluirla en el grupo, si finalmente éste se consolidaba. Y así, aprovechando las convincentes cualidades de mi amigo, podría conseguir el objetivo de tenerla siempre cerca de mí.
    La noche había caído de plano sobre la ciudad y una suave brisa marinera penetraba a través de mi ventana. Contemplé perplejo la silueta sonriente de la luna en plenilunio, mientras acariciaba inconscientemente los dedos de mi mano creyendo que eran los de Margarita, tiernos y suaves como las alas de una mariposa. Y con esa ensoñación me fui a la cama y me dormí candorosamente como un niño.
    Comenzaba una nueva semana que podía ser decisiva para todos nosotros. Sin saberlo muy bien, conscientes o inconscientemente, estábamos tejiendo una madeja de afectos, como el delicado pero resistente hilo de una araña que terminaría atrapándonos a todos. Comenzó con aquel vaso de agua para mitigar mi sed… ¿Sed de qué? Seguramente de amor y amistad. Y hecho el trato de corazón, debíamos unir nuestras manos –yo creo que por causa del inexorable destino- para poder vadear juntos el ancho y hermoso río de la vida. Algo había empezado a cambiar y queriendo o sin querer nos arrastraba haciendo realidad lo que había comenzado siendo  pura ficción: el mito del Monte Parnaso.


    Málaga, 26-03-2010.

          
José Luis Pacheco                         

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                                                AMOR CUÁNTICO
                                                                       “Dicen que el amor platónico existe. Y quisiera creer                                                                          que existe también el amor cuántico.”

 

     La historia que ahora contaré, nunca fue ni podrá ser un relato real al uso. Sin embargo, si partimos del axioma de que la realidad que nos rodea no existe como algo intrínsecamente estable e independiente a nosotros; lo que aquí se cuenta, podría haber sucedido: habría sido, por tanto, el resultado probabilístico de una multiplicidad de factores capaces de interaccionar potencialmente entre sí; de establecer, en su caso, oscuros nexos, la más de las veces inexplicables, obedeciendo a reglas ocultas o difícilmente inteligibles  para  nuestra  lógica de humanos. No disponemos -al menos en el momento presente- de ninguna fórmula magistral, expresable matemáticamente, que pueda darnos por si misma una explicación concluyente de dicha concatenación de causas y efectos: precisamente las que generan los hechos o circunstancias concretas que constituyen los contextos vitales en los que existimos, nos desarrollamos, progresamos o regresamos dentro del contínuo espacio-tiempo. Así que lo que ahora narraré, aunque pudo suceder en nuestro tiempo físico del año 2010, podría haber ocurrido igualmente en otro marco espacio-temporal de cualquier universo paralelo; de modo que tales acontecimientos podrían seguir estando  latentes y ligados a ese conjunto de potenciales variables, que en definitiva, tendrían la virtualidad de poder conjugarse de nuevo dando lugar a hechos aparentemente iguales; tal vez con sutiles diferencias apenas perceptibles para un ojo poco experimentado; o bien, al contrario, generar sucesos completamente distintos merced a su manifiesta aleatoriedad.

                                               *****************

    La señorita Alicia Clark descansa plácidamente sobre un sofá decorado con telas de cretona verde esmeralda, totalmente relajada y en estado de casi enajenación espiritual. Son las diecisiete y treinta de la tarde, hora local de Boston, Massachussets, Estados Unidos de América. Una tarde fría del mes de Abril en la que los termómetros marcan seis grados celsius mientras la gente anda apresuradamente por las amplias avenidas del centro de la ciudad. Algunos transeúntes sí; pero no la bella Alicia, hija de un comerciante de antigüedades, de origen inglés, afincado hace algunos años en el elegante barrio de Back Bay y al que le ha costado enormes sacrificios instalarse y lograr rehabilitar su preciosa casa victoriana del siglo XIX.

    Estamos haciendo referencia a uno de los planos de la historia y no daremos más detalles; ya que nos parece que no son sustanciales para el relato que ya está en marcha. (¿Lograremos identificar y localizar al personaje con el que la señorita Clark sueña en estos momentos, al otro lado del océano, justo a unos 5.881 Km de distancia, en la mediterránea ciudad de Barcelona, España? Veamos pues:

    Abel María Brandauer, soltero, descendiente de una familia alemana emigrados en una primera oleada a Brasil durante la última década del siglo XIX, comienza a dormitar plácidamente. El reloj marca las veintitrés y treinta minutos en España, hora del meridiano de Greenwish.  Y mientras tanto sus padres, sentados en el amplio salón de su casa del Paseo de Gracia, ven un programa concurso de una de las cadenas privadas del país; pura rutina para matar o divertir el tiempo de acuerdo a opiniones y gustos personales. La noche es bastante clara, lucen las estrellas en el firmamento y bajo una cúpula iluminada por la luna llena, se cierne sobre la ciudad una temperatura de unos quince grados centígrados o celsius, llámesele como quiera. Es viernes y la gente ha salido a divertirse, a sacarle todo el provecho posible a la naciente madrugada. No Abel María, que está exhausto porque ha trabajado duro durante toda la jornada laboral para llevar a buen término la planificación de la próxima semana en su empresa textil de la ciudad condal.

    Pues bien, lo fundamental ya está dicho; y seguimos en camino, dando pequeños pasos para orientar esta historia. Nuestro objetivo es llegar al núcleo del extraordinario suceso que en breve va a acaecer. ¿Imaginan ustedes que relación puede unir a los dos protagonistas? ¿Sobre qué delicado hilo de la madeja penden los acontecimientos que han de marcar sus vidas? ¿Quién o qué los mueve y remueve hasta hacerlos sincronizar o desajustar dentro o fuera del contínuo espacio-tiempo?

    Vivimos, no hay duda, en un mundo paradójico que nos irá deparando cada vez mayores sorpresas; somos personajes cuánticos que se inventan y reinventan virtualmente dentro de una historia también virtual: “Una historia cuajada de sucesos cuánticos…”

                                               *****************

    Hemos dejado a Alicia Clark atravesando la antesala de un profundo sueño; y aunque todavía no ha llegado al punto sin retorno, su cerebro se encuentra sincronizado en una baja frecuencia de ondas zetas, que transportándola a un mundo intermedio entre la vigilia y el sueño, terminarán por desconectarla totalmente de la vida consciente. Justo en ese preciso momento –resulta sorprendente- parece que siente un impetuoso deseo de acercarse mentalmente a alguien que ella percibe en su interior como “alma gemela”. La llama y la reclama: “alma gemela…; alma gemela…”. Es el instante en que se va a producir un salto en el vacío y se verá transportada al interior de otra psique que se encuentra conectada sincrónicamente con ella por medio de esas densas e intercambiables ondas, a más de cinco mil ochocientos kilómetros de distancia. Todo ello a través de un enorme brazo de mar que actúa como puente de comunicación entre estos dos sensibles espíritus: el Océano Atlántico que separa Estados Unidos de España, y dentro de estos dos países, las ciudades de Boston y Barcelona.

    Abel María, por su parte, comienza a entrar en una marea de espesa relajación. Sus ondas cerebrales han ido paulatinamente modificando la frecuencia en sentido decreciente, desde ondas beta y alfa hasta zeta; las cuales le van produciendo una placentera sedación, de modo que la somnolencia lo coloca en un estado psíquico fronterizo al de la vigilia. Sigue teniendo un débil control de su cuerpo: lo nota palpitar y recibe aún sensación motora, percibiendo, al mismo tiempo, el reflejo lejano de los estímulos que le rodean: (El jaleo exterior de la calle, muy animada a esas horas de la noche; los cambios de volumen del televisor, que a veces casi lo sacan de su letargo; las carcajadas de sus padres mientras ven el programa…) Pero poco a poco, sin un punto de continuidad, su estado consciente se apaga y revierte toda su actividad nerviosa hacia dentro. En una posición profunda, dirigida por fuerzas con una dinámica propia e incontrolable, comienza a soñar sin más. Y sueña, sin poder evitarlo, con una preciosa chica de veintidós años, de sedosa cabellera rubia; de tez de nácar blanco; ojos azules de profundo océano y manos delicadísimas, capaces de hacerle sucumbir en los brazos de la pasión. Y en el sueño ella le habla, le habla con una voz suave que le penetra el corazón. No puede evitar ese dulcísimo susurro en sus oídos: “Amor mío, estrella fugaz que alumbra mi pecho: Ven a mí. ¡Te siento tan dentro! Como el reflujo del mar en los dormidos acantilados de una lejana playa; como la primera oculta luz que emerge del cielo al amanecer. Tú y yo solos, planeando igual que pájaros sobre el mundo, despojados incluso del peso de nuestros jóvenes cuerpos; sutiles energías, ya para siempre en el éter suspendidas.” Es una voz poética que le reclama el alma;  aunque no puede vislumbrarla sino dentro de una espesa neblina en la que se ve transportado intemporalmente. Y de pronto, barrida por un brusco colapso, la vibración cesa y todo desaparece de su conciencia dando paso a un súbito despertar. Recorre con sus ojos desorbitados todos los rincones de la habitación, intentando encontrar a la joven y sintiendo su último aliento; y lo que parece ser, sin duda, un delicado perfume que se esfuma en el espacio inmediato en que se halla: ha regresado bruscamente a la realidad y percibe su boca extremadamente agria y seca, tan seca como su confuso corazón.
                                     ******************

     Los dos personajes, cada uno por su lado, han sentido algo especial en sus mentes, unidas por una delicada y compleja trama que sólo podríamos explicarnos por causa de un “salto cuántico”; por una superposición de estados de la materia, en la que ésta mantiene dos momentos físicos espacio-temporales, uno y otro independientes entre si; pero al que añaden la posibilidad de un tercero en el que sobreexisten los dos a la vez. Alicia y Abel María han logrado interaccionar vibrando en una misma frecuencia, durante una corta ventana en que el mundo subatómico puede plegarse y desplegarse provocado por una intencionalidad de conciencia: estos dos seres se buscan, se desean y se encuentra  simultáneamente dentro de ellos mismos. Se trata de un fenómeno paradójico que rompe las tres dimensiones clásicas; las cuales damos por válidas al formar parte de nuestro mundo cotidiano.

    Abel María, muy nervioso, enciende su ordenador personal y en el buscador “Google” escribe: “superposición cuántica”; y espera las respuestas. En décimas de segundo se despliegan por orden de posicionamiento en la red un sin fin de sitios en los que aparecen estos dos términos. Elige uno al azar, lo abre y va analizando su contenido. Desliza cuidadosamente sus ojos por la página e intenta explicarse su desarrollo teórico. Y lee: “La  superposición  cuántica  es la capacidad de una partícula –dada su naturaleza “onda-partícula”- para encontrarse en dos estados opuestos a la vez.: dos posiciones distintas o dos tipos de energía”. Queda perplejo, pero con una duda más que razonable, porque el fenómeno parece darse sólo relacionado con dimensiones subatómicas; en modo alguno en cuerpos macroscópicos y menos con el enorme tamaño relativo de un ser humano. Sea como fuere ha sucedido; es consciente de que ha podido experimentar algo extraordinario que parece cambiar su perspectiva vital. Se pregunta –dudando de todo- si no habrá sido más que un sueño o forma parte de otra realidad incomprensible aún a la razón; sólo abierta al corazón, a ese lado oculto y desconocido del ser humano, a lo más íntimo e intangible… al espíritu.
    Se ha desvelado en mitad de la noche, como si hubiese vivido una extraña pesadilla; pero en el fondo de su mente, muy en el fondo, queda una lejana traza, una huella débilmente tangible, que parece anunciarle que aquello puede ser verdad: desde ahora mismo, su verdad secreta.

    Málaga, 26-03-2010.                        

                                                                        José Luis Pacheco.

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                                            CAMINO VIEJO

 

         Camino viejo que se acaba, no es camino viejo sino el mismo. El de siempre, el de ayer, el de hoy; aquel que caminaste siendo joven; éste que ahora cambia su aspecto contigo pero en el fondo sigue siendo idéntico. Porque créeme, no precisas recorrer ningún otro camino; por eso valora el que diariamente, a menudo transitas; y si sueñas con uno nuevo te aconsejo:

         Recréate pacientemente en tan viejo sendero. Ahora que lo tienes junto a ti, entrégale tu huella, mano, impronta, rostro, mente, ojo enamorado. Contémplalo complacido, ándalo con esmero; porque camino viejo que se acaba, no es sino el mismo camino; el que sientes palmo a palmo bajo tus pies; el que conoces; el único que tú experimentas y subsiste igual y distinto a la vez. Porque fíjate bien, si lo piensas, tu vida, en el fondo, no consiste en otra cosa que hacer poco a poco ese camino.

            José Luis Pacheco                

                                                       Málaga, 28-08-2010.

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                                         SENORITA OLVIDO

 

    No habiendo mano que lo impida, del ajado cenicero, las cenizas de un cigarrillo se desparraman sobre la mesa. Y su aliento de bosque quemado deja escapar levísimas volutas que dibujan en el aire, casi por azar, una inquietante palabra capricho de la física del destino: Olvido. Pero… no nos engañemos, entiéndase: Olvido, nombre propio con mayúsculas. Señorita Olvido.

    José Luis Pacheco                       

                                                          Málaga, 11-07-2010.

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                   DEL PENSAMIENTO Y OTRAS FANTASIAS

              Cobra cada vez mayor verosimilitud en nuestro pensamiento la idea de que nada externo a nosotros es absolutamente real; bien al contrario, todo es contingentemente virtual. O, dicho de otro modo,  la realidad que percibimos, nuestra realidad, no es más que eso: algo misterioso y en parte oculto a nuestra razón; enmarañado, confuso, contextualizado por el limitado prisma de visión que los sentidos otorgan al ser humano. No existe el hombre o la mujer total, como tampoco existen la ciencia o la literatura totales, la poesía, la misma Naturaleza en su totalidad... Sólo es visible a nuestra inteligencia la parcialidad del Universo. Un Universo enormemente rico, pero escindido, a la vez que dinámico, aunque permanentemente inconcluso; que toma dicha apariencia de realidad al manifestarse, no obstante, ni más ni menos, como una insondable interacción  virtual  con nuestra mente, que curiosa coincidencia del destino –como no podría ser de otra manera- es de naturaleza igualmente virtual. Por todo ello hemos de concluir aquí, paradójicamente, que no sólo somos el espejo del mundo, sino que, al mismo tiempo, habitamos dentro de él.


    José Luis Pacheco                         

                                                                     Málaga, 25-07-2010

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NO SABE EL ALMA



No sabe el alma donde se halla, ni donde habitan las otras almas que presiente a su alrededor. Una dulce melodía, que emite extrañas ondas, la invade profundamente y le anuncia que existe en algún maravilloso lugar el movimiento sin movimiento; el sonido sin sonido; la palabra sin palabra…

     José Luis Pacheco                       

                                                                Málaga, 26-06-2010

 

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DELICADO PERGAMINO
                                 
                                   -Contradicciones del alma-

 

       Parece subsistir encriptado en el alma -de alguna manera tenemos esa vívida convicción-, un pequeño espacio en blanco que anida en lo más profundo del corazón. A manera pues de un finísimo e inmaculado papel, tan delicado pergamino, en ocasiones ajado por el tiempo, espera pacientemente que en él escribamos nuestra personal historia aún no vivida. Pero, ¿cuál es esa historia tantas veces imaginada? ¿Dónde habita su potente trascendencia? ¿Cuál es su enajenado territorio? ¿Cuál su etéreo tiempo indefinido? Todas estas preguntas suspendidas sobre un luminoso fondo de color azul cielo –pintaremos por un momento tan mágico decorado- llenan nuestra cabeza de una dulce fantasía que deseamos creer, a toda costa, forma parte de la mismísima realidad en la que vivimos día a día. ¡Cuesta tan poco soñar despierto! ¿Y acaso podríamos sobrevivir sin la compañía de los sueños? De todas formas, ninguna certeza tenemos de que tal asunto pueda llegar a alcanzar la categoría de verosimilitud. ¿De verdad existe dicho pergamino? Y…, si así fuera, ¿habría alguna posibilidad de aquello que escribiésemos en él se hiciera tangible, hasta el punto de que su tangibilidad alcanzara a tener la corpórea naturaleza que muestra la realidad?  No lo sabemos, y muy a pesar nuestro, nos embarga esta duda: ¿quién es capaz de explicarse y explicarnos qué es la realidad? ¡Y después de todo, a quién le importa tan vidriosas disquisiciones! Por ello, cerraremos cuidadosamente la puerta que de forma inopinada hemos entreabierto, una vez que los fantasmas que excitaban nuestra mente han vuelto a depositarse placenteramente alrededor de tan supuesto delicado pergamino.

    Málaga, 23-10-2010

                                                                José Luis Pacheco Diaz
                   

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                                             ASÍ ES LA VIDA

    
   El hombre que no quiere envejecer, se abre paso a través de su caótica alcoba hasta la pequeña cómoda donde guarda la ropa interior. Se vuelve hacía el espejo, que colocado lateralmente al frontal de la cama, constituye su única compañía corporal, y se mira detenidamente de pies a cabeza, mientras se viste: “Me siento viejo, piensa; mi vientre se desmadeja como una destartalada locomotora en movimiento; tengo ojeras y mis carnes caen grávidas frente a unos ojos que han perdido hace tiempo el brillo de la radiante juventud”. Se revuelve por dentro y entona un canto desesperado por la Vida. Aquella que le retira su vitalidad y fortaleza, ha declinado toda responsabilidad con respecto a él: “Eres lo que eres, e inevitablemente, dejaré que tu cuerpo y tu mente se vayan consumiendo poco a poco hasta que me entregues tu último aliento” Exactamente eso piensa, mientras se viste lentamente con un espantoso rictus en su cara; de reojo la mirada, nuevamente hacia aquel espejo que le devuelve una imagen demasiado esperpéntica para ser soportada, aunque sea por un instante. Y colocándose una bufanda al cuello, se cala su sombrero de ala y con desgana, se echa a la calle.
    Solo, como si estuviera en mitad de ninguna parte, sin el auxilio de nadie que le pueda prestar el calor de sus manos, una sonrisa cariñosa, unas palabras de aliento, se le ve deambular sin rumbo alguno, haciendo eses: su debilidad física y su marcha inestable ya no le otorgan confianza sobre la tierra y termina por sentarse en un banco del jardín, mientras reflexiona. Tiene la percepción interior –y ello es ciertamente trágico- de haber llegado a una situación de invalidez de la que sólo puede imaginarse un camino sin retorno. He ahí al hombre que fue joven un día, que conoció los placeres del mundo, trabajó duro, y pudo amar a quién le prestó su corazón. Hoy todo eso no es más que un conjunto de desorganizados recuerdos, que ni siquiera alcanza a evocar con claridad. La memoria, hija igualmente de la Vida y sus circunstancias, se resiste a devolverle, lúcidos e intactos, los recuerdos de su ayer. ¿Por qué habrá de ser así la existencia humana?, se pregunta una vez más.  Desea, al menos, obtener alguna razón sobre la que sostener el poco capital de esperanza que le queda. Se siente atado a la Vida y la necesita más que nunca; pero ésta le vuelve la espalda con un lacónico y contundente: “Ya sabes…, me perteneces; así es la Vida”.

   
      Málaga, a 10 de noviembre de 2010

                                                                        José Luis Pacheco                                           

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                                          TÚ,  ESPEJO ENAMORADO

 

       Mientras fantaseaba sumido en una especie de febril delirio, sintió que una delicada presencia lo retenía imponiéndole un cambio de rumbo a sus pensamientos. Y cuando se repuso de aquel extraño lapsus, volvió sus ojos hacia atrás y vio, en un rápido destello, un relámpago, un haz de luz que recalara por breves instantes en su retina, la imagen bella de una mujer que parecía estar sumida en una espesa neblina, emergiendo de un profundo sueño: el pelo ensortijado moviéndose voluptuoso en el aire y una mirada desnuda y fina de aguja, que le llegaba directa al corazón. Y sin saber por qué, de pronto, comenzaron a resonar en su interior estas enigmáticas palabras: “No sabes quién soy; pero te observo desde que eras apenas un joven: he crecido y madurado contigo y ahora represento esa imagen que esperas hallar y, cuando te acercas a contemplarla, se diluye entre tus manos. Existo tan sólo en tu mente, una ilusión que siempre te acompaña, sin que puedas tocarla; pues al más mínimo contacto me desvanezco… Soy… –ahora creo que alcanzas a entenderlo- tú, espejo enamorado”.

    Málaga, 24-11-2010.

                                      José Luis Pacheco Díaz  
             

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                                       METÁFORA DE LA MARIPOSA

  
     Paseábamos muy juntos cogidos de la mano en una dulce y templada mañana de verano del mes de agosto. Y camino de la playa, buscando un pequeño refugio donde tomar un cafecito, conversábamos acerca de lo humano y lo divino. De pronto, sentí que tus ojos se clavaban en los míos y por un instante, como una sombra de cristal, me pareció ver revoletear a nuestro alrededor las blancas alas de un ángel guardador, de esos de los que se afirma protegen con su luz las almas puras. Un instante más, y sin saber por qué, mi mente quedó inundada por un tropel incontenible de diamantinas ideas y bellos sentimientos, que cual diminutos y luminosos rubíes cayeron desde lo más alto a lo más profundo de mi ser. Una ráfaga incontenible de emociones que quedaron firmemente fundidas en este pensamiento que ahora enunciaré, tal y como me fue insuflado, sin que apenas pudiera oponerle una brizna de mi voluntad:
    “La verdadera esencia de la mariposa reside en su etérea e ingrávida levedad. De modo que el contacto continuado con las manos, acaba destruyendo su frágil corporeidad, haciendo desvanecer así su imperecedera y misteriosa belleza.”

    Málaga, 15 de Agosto de 2006.

                                                    José Luis Pacheco
 
              

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                                       EL NARRADOR NARRADO

   
    La noche avanza lentamente dejando su huella oscura sobre los adoquines mojados. Si quisiéramos, para situar la escena, podríamos comenzar hablando sobre algunas cuestiones claves; pero lo dejaremos para más adelante, pues somos partidarios de mantener el secreto, ya que de esa manera nos parece que preservamos la identidad del personaje que refleja su figura sobre los pequeños charcos formados por la impenitente lluvia. Informaremos, no obstante, que el invierno ya ha hecho acto de presencia e invade con una fresca brisa el entorno urbano donde se desenvuelve esta historia. Igualmente cabría anunciar el nombre del personaje y desvelaríamos así una marca, etiqueta, símbolo con el concretar la indefinición de una vida de ficción que acaba de nacer y crece con cada paso que da la historia. Somos así, qué le vamos a hacer, queremos dominar los entresijos de este cuento de humanos desde el principio hasta el final: aparecemos omniscientes como Dios mismo, pero debemos realizar, en un acto de mínima disciplina, un recorrido por los hitos que nos permitirán desmenuzar la pequeña trama que se irá tejiendo con el paso de la escritura; a decir verdad, en este preciso momento, no tenemos un plan preconcebido y hemos decidido, para evitarnos ansiedades mayores, dejar volar nuestra imaginación, escribir, escribir y que los datos amontonados se vayan haciendo con la caótica cuenta de todo el guión; luego, si fuese menester ordenaríamos y hasta reescribiríamos la historia como si de un montaje cinematográfico se tratara. Las posibilidades son ad infinitum, y siempre que nuestra imaginación se presta a ello y las musas, a las que rogamos paciente consideración, nos ayuden, podremos enredar y desenredar, tejer y destejer los fundamentos de este cuadro literario a partir de cuidadosas premisas que se irán superponiendo hasta construir el edifico total de nuestros propósitos o…, despropósitos.
    Ahora nos parece conveniente dar unas pequeñas pinceladas acerca del protagonista principal: de mediana estatura, delgado, con ojos castaños y piel tostada por el sol, viste una camisa a rayas, americana y pantalones vaqueros que se completan con unos zapatos de piel fina, algo puntiagudos, negros clásicos. Y tiene barba de dos días al menos; y anda de forma pausada, chasqueando su calzado sobre la superficie mojada por la lluvia, lo cual le produce una extraña sensación de atávico bienestar, cuya razón no puede concretar del todo. En el infierno pasional en que vive hay apenas un pequeño resquicio para la esperanza; duerme soñando despierto con su platónico amor que sitúa en lo más alto del Olimpo, allí donde los dioses habitan llenos de perfecciones. Naturalmente no es así, pero él pondría gustoso su cuello o su mano en el fuego si le pidiesen adjurar de su creencia. ¡Ay, veleidad de veleidades!, fantástico engaño en el que los hombres viven, que no saben al parecer, que también los dioses se jactan de su imperfecciones. Llueve sobre mojado, y nunca mejor dicho; pues suele merodear en los alrededores del Café Central, persiguiendo la sombra intangible de una bella camarera que cubre normalmente el turno de tarde. “Es la hora, es la hora”, musita en un diálogo interior que exaspera sus venas bombeadas violentamente por su inflado corazón, y nota el pulso febril que le invade el cuerpo, le llena de rubor, estalla en las sienes y le golpea finalmente en el estómago hasta deshacerse en hermosas mariposas aladas que se posan y reposan y emprenden de nuevo el vuelo en pos de su amada.
    ¿Es ésta una historia clásica sobre un enamoramiento romántico? ¿Esconde el protagonista de este relato algún oscuro secreto que disfraza bajo un rostro lleno  de  tristeza?   ¿Es  realmente un   pobre  hombre  o  se   inventa el personaje para   seducir    con     artimañas     a    su enamorada?   Y   así    sucesivamente,   podríamos devanearnos los sesos elucubrando posibilidades en torno al hasta ahora enigmático personaje. Cuestión nada baladí con respecto a la trama que empieza poco a poco a trenzarse y, por otro lado, lugar común de muchos proyectos novelescos que las más de las veces acaban en el desván de los recuerdos. Por eso nos apetece elevarlo y darle la categoría de héroe creíble, ingenuo perdedor, próximo a la santidad, artífice creador  de paraísos que sólo pueden existir en los entresijos de alguna mente pura.
   Desde hace días lleva junto a su pecho, en el bolsillo interior de la americana –iremos desvelando intimidades- un pequeño y arrugado papel escrito a mano que guarda con extremado celo. Hay quien sabe porqué lo ha escrito, pero también lo mantiene en secreto; aunque al final ese secreto llegue a ser un secreto a voces. Ni que decir tiene que de él podríamos pensar que se trata seguramente de un “escritor sentimental” o, si queréis, de un “sentimental escritor”. Para el fondo de la historia, nos da lo mismo: alta emotividad pulsional sumada a sentida inefabilidad, tal vez creencia en un más allá que se nos escapa, como se nos escapa también el amor de nuestras manos, al que perseguimos como un ideal inalcanzable que nos mantiene a la vez llenos de energía permitiéndonos soportar con resignación este valle de lágrimas. Dicho así parecería pura cursilería especulativa; pero es justo lo que vemos reflejado en estos instantes en el fondo de su alma. Mientras camina por la plaza mayor en una de cuyas esquinas se ubica El Café Central, sus ojos lo ven todo pero no miran nada en concreto; se observa en cambio así mismo, se repiensa  y no encuentra otra salida que proyectarse virtualmente en sus pensamientos, vivir dentro de esa fantasía que le permite sobrevivir como puede en el mundo real, no prestar atención a la delgada línea por la que transita. La cordura o la locura se dan la mano en esta pobre existencia; un pequeño empujón y podemos pasar al lado oscuro del camino: “del mártir santo al más abominable criminal hay sólo un paso”, le dicta el pensamiento mientras alcanza ya la entrada de la cafetería.
    No ve muy bien, pero ha decidido quitarse las gafas para dar la impresión contraria. Sin embargo, su aspecto, no del todo cuidado, siembra dudas razonables sobre dicha compostura; debería haberse afeitado, duchado, perfumado si quiera para conseguir una imagen más atractiva ante los ojos de su amada. Y en cambio aparece desaliñado, confuso, desconcertado y en situación de triste derrota: ¡menudo panorama para una conquista amorosa! Pero helo ahí que de repente se repone al instante cuando contempla al fondo, entre las desordenadas mesas, el andar gracioso de Ángela. Es un milagro que toca finamente su alma y lo eleva hacia un lugar desconocido en donde es raptado por segundos antes de rozar de nuevo la dura piel de la realidad. Y es que Ángela, al darse cuenta que él está allí, -eso imagina- ha desaparecido del salón como un rayo y no se la ha vuelto a ver. Seguramente la puerta trasera que da salida a la otra calle ha constituido su vía de escape. Otra oportunidad perdida que se consume hundiéndose lentamente en el acalorado fondo de una copa de coñac.
    Pero seamos optimistas, en modo alguno vamos a abandonarlo. Es nuestro héroe, ya lo hemos dicho, el protagonista principal del relato. Es cierto, dirán ustedes, sí, aunque de ninguna manera vemos que pueda triunfar si le van poniendo obstáculos en su carrera amorosa. Ella parece no quererlo; le huye; y él, alertado, no hace mucho para remediarlo. Refugiarse en una copa de coñac no es buen aliado para tan dura batalla. Debemos pertrecharlo con armas más potentes, hacerlo más seductor y darle mayor confianza: que vista como quiera de acuerdo con su personalidad, pero, por favor… ¡que no se quite las gafas!  Deben conocerlo como es. No es conveniente que aparezca sumido en fingimientos cuando de un sincero amor se trata.

    No temáis, nuestro amigo no está solo ante el peligro. Alguien se ha percatado de la escena y va a darle apoyo moral y, algo más, información preciosa con la que poder hacer lo imposible y comunicarse con Ángela. Pablo, un joven camarero del café, se le acerca y le susurra al oído: “Vive en la calle Argentina, portal 15, 3º-A. Esta muy cerca de aquí, justo en el cruce con José de Espronceda. Corra, a esta hora suele irse directa a casa.”
    Sin embargo, no estamos seguros de que el desvalido héroe vaya a emprender camino alguno en esa dirección. Su alma se nos muestra resplandeciente como las aguas cristalinas de un lago y en ella no vemos más que incertidumbre y miedo. Temor de que al decidirse, Ángela le de plantón o le diga claramente que no tiene ningún interés por él; ni siquiera como amigo con el que compartir un paseo o tomar unas cervezas o un café, sin mayor compromiso de cercanía entre hombre y  mujer que el que da una sincera amistad. Su corazón está sumido en un oscuro pozo de desolación teñido de pena y lo que es peor de una mezcla de sentimientos que basculan entre la tristeza, la desolación y a veces el despecho. Y he aquí nuestra duda: debemos condenarlo al fracaso y dejarlo a merced de los elementos o rescatarlo infundiéndole valor y esperanza a la vez que dándole consejos para que mejore su imagen y tenga arrestos para enfrentarse a su amada Ángela. Todo un mar de posibilidades que sólo nosotros podemos barajar decantándonos, tal vez caprichosamente, como el propio destino, por aquella que nos venga en gana. ¿Cuál es la coherencia que en este pequeño relato guardan los personajes con la breve trama que se nos abre paso? ¿Qué opciones creíbles tenemos para no romperla deshaciendo el núcleo central sobre la que se sustenta? Una de las soluciones no parece muy complicada; aunque de momento continuaremos caminando dentro de ella, sosteniéndola todavía en pie. Veámoslo.
     No ha podido dormir en toda la noche pensando cómo acercarse y cuándo a su idolatrada Ángela. Es madrugada y aún le sudan las manos y todo su cuerpo se agita en medio de un laberinto de dudas que lo corroe por dentro no dándole tregua para descansar. Recuerda al decidido Pablo animándolo y a él contraído y desmadejado como un niño pequeño perdido en medio de la oscuridad. Que terrible es el miedo, esa escalofriante sensación que siempre lo paraliza ante cualquier objetivo a conseguir, se dice mientras contempla con total desgana el tibio amanecer prendido en los primeros rayos de luz penetrando por la entreabierta persiana. Durante la madrugada ha tenido tiempo de escribir esta nota:
    “Ángela, amor mío; si supieras, aún sin conocerte, cuanto te quiero; no dudarías de mi. Pero qué soy yo para ti, apenas un desconocido intruso en tu vida al que no deseas tener cerca y cuya presencia te molesta hasta a distancia. La existencia, como puedes ver, es un aciago espejismo en el que alguien nos da la vida y la ilusión de vivirla o nos la quita. Algunos estamos aquí sólo y exclusivamente para sufrir. Y yo soy un de esos seres a quien el destino ha asignado a dicha causa Y aunque sé que tú podrías redimirme, nunca te obligaría a ello. Te quiero demasiado para hacerte compartir mi penosa vida”
    Cierra lentamente la agenda que le ha servido de base apoyándola sobre sus rodillas y la deja caer al suelo con total impunidad. Notas y más notas constituyen la única vía para comunicarse consigo mismo; pues no tiene persona alguna de confianza con la que hacerlo. El día ha levantado definitivamente su magia y con ella se anuncia la hora de emprender una vez más la batalla. Se incorpora con desgana, se acerca al espejo del cuarto de baño y se contempla minuciosamente por fuera y por dentro: unas profundas   ojeras    dibujan  los   óvalos inferiores de   los  ojos,  a   la  vez   que  las arrugas en la frente se muestran cada vez más pronunciadas; los labios aparecen secos y descoloridos  y  aquella  mirada  en  otro tiempo llena de luz se esconde tras una opalina bruma profunda como el más oscuro océano. Piensa que está acabado y sumido una vez más en la carcoma de la desolación, su espíritu vaga sin rumbo alguno buscando desesperadamente un puerto en el que guarecerse de la tempestad del alma. Cuando se siente así se odia profundamente y cree con firmeza que los dioses, o el Dios omnipotente de tantos seres humanos, lo pone a prueba con crueldad. No conocemos nada acerca de los designios de la divinidad y, ante ello, sólo podemos plegar nuestra alma, rezar si somos creyentes y esperar pacientemente las decisiones del creador.
    Feo asunto al que se enfrenta este narrador omnisciente que desde el principio del relato viene sintiendo simpatía por el héroe y quiere salvarlo a toda costa. Pero, por qué habríamos de rescatarlo si parece estar condenado por su propia naturaleza. ¿Debemos retocar milagrosamente lo que nos ha sido otorgado, alterando el curso de los acontecimientos que el producto de la insondable rueda de las causas y los efectos consuma a cada paso que damos? Es cierto, el hombre finalmente se rebela e intenta cambiarlo todo: el vestido que porta o el rostro que la concepción le dio;  maquillarse por dentro y por fuera, retocarse hasta el más imperceptible rincón de su cuerpo, aunque nadie más que él o ella pueda apreciarlo. Queremos crear y recrear todo, hasta lo más deseado de nosotros mismos: nuestra propia alma. Hacer un alma plástica prêt à porter, de acuerdo con la moda que en cada momento impere. ¡La máscara, siempre con la máscara a cuestas, la que nos hace sentirnos seguros y a salvo de todos y de todo! Eso es, construyámonos a capricho de acuerdo con las necesidades de cada hora.
    Me habéis cogido con las manos en la masa. En este preciso instante siento un especial interés por el personaje que imagino en cada momento. Estoy de su parte; y hasta querría ser él mismo, me digo lleno de dudas. Ahora te pondré nombre: te llamaré… Tomás;  Tomás Buenaventura. De acuerdo, bien; ya tienes rostro, nombre y hasta apellidos. Y en ese preciso instante, el personaje al darse cuenta de mi presencia, se gira hacia mí y lanzándome una mirada escrutadora me habla:
     -“Desde hace tiempo presiento tu sombra perversa sobre mí. ¿Quién eres y de dónde has salido? ¿Qué significado tiene para ti mi vida y qué buscas dentro de mí que mi alma remueves? ¿Por qué no me dejas existir a mi suerte?”
     Un diálogo que se abre y se cierra sobre si mismo sin que haya contestación alguna al respecto, tan sólo elucubraciones en la conciencia. Parece que en el interior de Tomás una voz deslocalizada le insufla que esta allí para consumar el proyecto para el que ha sido creado; ni más ni menos. Debe elegir un camino de entre los que se le presentan en la encrucijada: es dueño de la elección, no de la situación en la que se le ha puesto. Podrá rebelarse, pero será en vano. Así es el destino y así lo cuenta este narrador que también forma parte indisoluble del mismo.
     No tenemos la solución, me doy cuenta conforme avanza la peripecia del relato, nada más que para un conjunto finito de cuestiones; porque a pesar de los pesares todos estamos limitados frente a la rueda final del destino. Podemos hacer el bien o el mal, crear o destruir a nuestro antojo, siempre de acuerdo con las potenciales cartas que nos hayan correspondido en la partida y ese será el resultado final que arroje nuestra balanza; es decir el total de nuestros haberes y nuestro debes. Porque por encima de todos hay otra balanza, una balaza maestra merced a la cual el conjunto de las sinergias existenciales, tanto  positivas  como  negativas, han  de ser reequilibradas para constituirun punto muerto, un punto cero aunque con retorno, un retorno de ciclo infinito en el que el orbe cósmico se crea y recrea nuevamente per se.
    Es obvio anunciar que el personaje porta su cara y su cruz y el narrador la suya propia. Al parecer en este entreacto ninguno de los dos se sobreentienden sin el otro; resuenan en sus almas, virtuales en el fondo, los diferentes ecos de una suerte de primigenio manantial de donde todo brota. Yo lo sé muy bien, y por eso puedo afirmarlo con conocimiento de causa. Nada ha sido dejado al azar, aunque nos lo parezca; todo tiene su razón de ser más allá de nuestras limitadas capacidades para comprenderlo; pues cada uno de los seres que pueblan este universo tiene un determinado campo de actuación, un cometido y unas posibilidades de obrar a manera de piezas de un complejo juego de ajedrez en el que cada uno de los elementos tuvieran vida propia, se movieran por si mismo de acuerdo con una reglas preestablecidas, siempre bajo la atenta mirada del supremo jugador que al final acaba decidiendo los movimientos trascendentales de la partida.
   Pero volvamos a nuestra historia; siento ganas de programar su desenlace, ya que creo que lo sustancial de la trama ha sido planteado. Del amor podríamos decir tantas cosas como facetas posibles tienen sus avatares. Pero éste, encarnado en un ser desafortunado que busca a deshoras su felicidad, es un ejemplo más de las pequeñas y grandes miserias del ser humano: ¿Nacemos así y así hemos de morir? ¿Y la redención en esta vida, es posible? Marcado por el destino heredado, Tomás –en su infinita ignorancia- se debate ciegamente frente a la fuerza de la vida. ¿Hay un juicio sumarísimo e inapelable? ¿Podremos salvarnos en esta vida o, necesitaremos infinitas para conseguirlo? Si nos paramos a pensar ahora mismo, puesto que varias opciones son posibles, no sabemos que conciencia emite estos interrogantes; podría ser tanto la del narrador como la del  propio personaje; tal vez los dos, al unísono, en un canto in extremis en el que la ancestral emotividad se impone a la razón: por eso todos clamamos a las puertas de la muerte para que tengan piedad de nosotros; por eso invocamos finalmente al dios de nuestras creencias. Todo ello lo dejo a vuestra personal consideración.
   Ayer los negros nubarrones y las calles mojadas de la ciudad trajeron a Tomás Buenaventura la plena desolación. Hoy en cambio ya hemos dicho que la mañana se levantó espléndida e invita a disfrutar plenamente del día. Aunque nuestro protagonista, obcecado por el deseo convulso de encontrarse con Ángela, sólo planea las mil y una estrategias para llevarlo a cabo. Sabe que a las cuatro en punto de la tarde llega todos los días al Central para cumplir con sus cometidos habituales de camarera. Es puntual como un reloj: se baja del autobús diecisiete, que tiene parada cerca de la cafetería, y con pasos diligentes la alcanza justo a las menos diez, tiempo más que suficiente para cambiarse y ponerse de uniforme como corresponde al servicio que debe prestar. Pero hoy Ángela no ha llegado a su hora; ni a su hora ni a ninguna otra. Él la espera hasta que el cansancio y la desesperación lo agotan y termina por entrar en el establecimiento para tomarse un café y apurar un par de copas de coñac. En el fondo lo que desea es que alguien le de una pista con la que calmar la ansiedad que lo corroe. Y sin poder aguantar más interpela a Pablo que le informa que Ángela no ha venido a trabajar porque cuida a su madre, hospitalizada a causa de una fuerte crisis asmática. “Señor, aún no hay nada perdido”, se dice para sí. Se despide del chico, paga su consumición  y  sale  de  la  cafetería  en dirección a su casa. A través de sus ojos vemos rebrillar el fondo de su alma acompañada por mil ligeras mariposas que vienen y van desde su corazón a su estómago: por fortuna, le parece, aún puede quedar un pequeño rayo de luz al final del túnel.
    Ha planeado minuciosamente cómo será el encuentro definitivo con Ángela;  pero no sabe qué hacer para que la chica acepte mantener una mínima entrevista, un pequeño careo en el cual pueda mostrarle algún indicio sobre sus verdaderas intenciones. Naturalmente, dada su extrema timidez, le parece una aventura más que imposible. Además, Ángela es muy hermosa y más joven que él. Porque… cuáles son sus atractivos, se pregunta; y por qué una muchacha así se enamoraría de un tipo como él. Esta convencido de dar la batalla y no se le ocurra otra cosa que adecentar su deteriorada imagen. Sale decidido hacia la peluquería; se corta el pelo y luego pasa por unos grandes almacenes y compra unos pantalones vaqueros y una camisa a cuadros que cree resaltan su figura. Se da una larga ducha, se afeita y luego de vestirse, baja al bar de la esquina y almuerza con desgana un plato combinado mientras paladea la copa de vino que ha pedido y observa el ir y venir de la gente a través de los cristales empañados por la lluvia. Se ensimisma y la imagina sentada junto a él en la terraza de un pequeño hotel con vistas al mar, contemplando la decadencia del oleaje al atardecer de un día otoñal mientras se lanzan furtivas miradas de enamorados.
    Si quisiéramos, podríamos hacer que la historia caminara en dicha dirección, pero deberíamos preguntarnos antes si los astros se alinean para favorecer el encuentro y dar paso al amor o son adversos en sus designios y lo desaconsejan definitivamente. Vamos a poner en marcha la maquinaria, ¡Ah!; pero tendremos que contar también con el libre albedrío de los personajes; ya que sin su complicidad este cuento no podría seguir su curso natural y tendríamos que forzar un final que iría en contra de todos. El relato, nos parece, tiene ya un sendero iniciado y debemos seguirlo hasta recorrerlo del todo; elegir otro camino nos desviaría artificialmente de la ruta que los personajes, casi sin saber, están trazando. Con respecto a Ángela desconocemos lo que piensa acerca de Tomás; aunque suponemos que intentará por todos los medios rehuirlo esperando que él entienda su desinterés y la deje en paz: es posible que tenga ya alguna relación sentimental y un proyecto de vida futura en la que Tomás Buenaventura en modo alguno puede tener cabida.
   Es la hora prevista para la llegada de Ángela al Café Central. Esta vez sí, nuestro héroe está de suerte y expectante frente a la fachada que da entrada al establecimiento, observa cómo el autobús diecisiete para y de entre las personas que bajan ve a su amor platónico; pero es incapaz de dar un paso, y como si estuviera soldado a la acera, literalmente petrificado, se mantiene unos minutos perplejo antes de abandonar precipitadamente el lugar. Se siente impotente para abordarla aunque ahora su aspecto haya mejorado sensiblemente. Bien peinado, vestido con su nueva indumentaria, parece mucho más joven; lleva gafas y su cuerpo en su piel expresa la edad que tiene: cuarenta y cinco años  que curten su frente y la tapizan con las primeras arrugas; cuarenta y cinco años –según él- malgastados en busca de algo o alguien que de sentido a su existencia. Por eso, llegados a este punto, hemos decidido entonar en forma coral con nuestro protagonista esta frase lapidaria: “Somos lo que somos: nada más que aves de paso en un paraíso terrenal en el que la bondad y la maldad se dan la mano para confundir y atar al hombre a sus raíces. Vivir es aceptarse y aceptarse es vivir”.
   Sin embargo, no nos atribulemos por tan triste situación, porque por ese camino  llegaremo inexorablemente  a  la firme  convicción  de  que la vida es terriblemente injusta. Por eso es mejor ir concluyendo, ahora que las paredes ya están levantadas   nos proponemos rematar    la   techumbre   del   relato,   los     pequeños retoques   que   den   la apariencia de algo construido que se sustenta medianamente bien; que puede mantenerse en pie con unas mínimas dosis de coherencia, como hemos  pretendido hacer desde que comenzamos a poner los primeros ladrillos.
    La noche se precipita sobre la ciudad adornada por una llovizna intermitente que ha mojado de nuevo la calzada; que deja pequeños regueros en las irregularidades del suelo, cuyos diminutos meandros desembocan en los pequeños desniveles e imperfecciones que el paso del tiempo ha cincelado sobre los cuadrados adoquines de granito. Y por encima, sobrevolando el frescor del aire, se suman los mil aromas de la calle: huele a café y a menta y a castañas recién tostadas que se entremezclan con el aceitoso tufillo que exhala el puesto de la churrería de la esquina, muy cerca del Café Central. El otoño definitivamente ha llegado: de improviso está aquí con nosotros y alimenta con pequeñas dosis de melancolía las almas de todos los mortales. Y entre ellas, como no podía ser menos, la de Tomás Buenaventura. No sabe él que mañana va a encontrarse con Ángela, casi sin querer. Que podrá contemplar de cerca su cara y sus hermosos ojos castaños oscuros; que tendrá sus manos tan próximas que sentirá un pálpito, un vuelco fulminante por el que toda su carne transpirará la necesidad de retenerla para siempre, aunque nunca podrá conseguirlo. Ignora por qué desde el primer día que la vio su vida ha cambiado tanto y es que, como siempre, los astros marcan el destino de los hombres. Tal vez el narrador haya hecho posible dicha encrucijada y ahora, al final, da en arrepentirse y desea colocar las cosas en su sitio: es imposible –se dice- que estos dos seres puedan unir definitivamente sus vidas; es más lógico, dadas las grandes diferencias que los separan, tomar definitivamente una decisión que de al traste con la historia. El contador está seguramente en lo cierto; ¿pero es él el único que decide? O, por el contrario, hay una instancia más alta que le sugiere lo que ha de llevarse a cabo. En fin, divagaciones aparte, tenemos la intención de poner ya punto y final a este cuento.
    Verán ustedes, queridos lectores asomados por curiosidad o por pura casualidad a estas páginas. Me llamo Horacio Montemayor y soy escritor de relatos cortos. Vivo en una pequeña ciudad de provincias de no más de cincuenta mil habitantes y uno de mis entretenimientos favoritos consiste en observar pacientemente a mis conciudadanos. Me encanta verles ir y venir inmersos en sus quehaceres e imaginar qué bulle en su interior, otorgándoles con refinada fantasía dones y pesares con los que construir historias. Por ejemplo: ese ajetreado vendedor de electrodomésticos a domicilio que gusta de echar una canita al aire en un entreacto del trabajo o aquella abnegada ama de casa que se escapa con sus amigas a una cafetería de barrio donde disfruta una vez por semana del placer de un té o un buen café mientras conversa acerca de unos sueños que nunca llegaron a realizarse, o tal vez planea una arriesgada aventura amorosa que podría hacerse realidad. Nada hay más reconfortante para mí que fantasear con sus vidas, vestirlos y desvestirlos a placer como en el imaginativo juego que ejecutan las niñas con sus muñecas. Y aquí en este mundo literario mis personajes pueden llegar a ser santos o criminales, aristócratas o seres corrientes de carne y hueso, aunque parcialmente modificados por la ficción. Me sirvo de sus envolturas externas, sus mecánicos ademanes, por así decirlo, y les doy un alma humana; puedo componerlos a imagen y semejanza de otros muchos mortales: en realidad son esos mismos mortales transformados por mi mente creadora, a la manera del ceramista que con sus manos moldeara en un torno delicadas figuras de barro.
    Hoy ha decidido llegar algo más temprano al Café Central. Alrededor de las seis  de la  tarde ya  está  sentado  en una pequeña  mesa colocada junto a la ventana que da a la plaza mayor. Y como siempre, observa con extremo detenimiento cada una de las acciones que realizan las numerosas personas que la transitan, imaginando continuamente historias paralelas. Es su forma de entender la vida; pues para él la vida es sobretodo fantasía y sin ella –reflexiona una vez más- de ningún modo tendría sentido.
   Pide una taza de café bien cargado y una copa de coñac. No puede evitarlo; aunque sabe que no es lo más conveniente para su delicada salud; ya que desde hace unas semanas le han diagnosticado una afección hepática: nuevamente la vida parece escurrírsele entre los dedos y por ello, últimamente, más que nunca, escribe de forma compulsiva; quisiera retenerla como a Ángela pero comprende de sobras que será imposible lograrlo. Se impone una vez más la ley del destino, de la naturaleza, del caos, o sabe Dios de qué. Está turbado y se refugia nuevamente en sus observaciones mundanas, de las que le saca la camarera, -Ángela según imagina él- que lo ha rozado involuntariamente mientras recogía el servicio de una de las mesas contiguas y le pide disculpas:
     - Señor Horacio, lo siento. Hoy estoy demasiado ajetreada por la mucha clientela. Perdone, le veo algo cansado. Disculpe… ¿se siente bien?
    - Sí –le contesta enfatizando la voz con seguridad- muy bien; tal vez un poco ojeroso por no haber dormido casi nada esta noche pasada. Te agradezco tu interés, Ángela…, digo María; si no te importa, sírveme otra copa. Gracias de nuevo.
    La chica se retira, no sin antes dedicarle una cariñosa sonrisa que se extingue inmediatamente en el aire, nada más darse la vuelta para dirigirse con prisas hacia la barra tras la cual se encuentra atendiendo su compañero Rafael. Hoy el Central está repleto y poco a poco el ambiente se va caldeando. A las ocho retransmiten por televisión un partido de liga de máxima expectación, todo un clásico: el que enfrenta a los equipos del Real Madrid y el F.C. Barcelona por el primer puesto en la clasificación. Habrá seguro  mucho jaleo y se producirán frecuentes disputas entre los aficionados y seguidores; de modo  que será imposible que Horacio se concentre en sus pesquisas literarias.
    Sí, lo habrán comprobado ya; tal vez con una alguna dosis de sorpresa: Horacio Montemayor podría ser el mismo Tomás Buenaventura y viceversa. En este vertiginoso juego de espejos todas las transformaciones son posibles; no sabemos dónde acaba la realidad y dónde comienza la fantasía. De tanto dar vueltas en su cabeza al protagonista de esta historia, al héroe trágico por su destino, el narrador se ha transfundido en aquel, o tal vez ya lo era desde el principio del relato y no ha hecho sino jugar con todos ustedes, amigos lectores. Nunca lo sabremos. Ángela no existe más que en la mente del protagonista; y María ni de lejos se le parece. Es verdad que hay un barman en el Café Central, pero no se llama Pablo sino Rafael: buen chico, servicial, pero nada que ver con la amable figura del confidente. En fin una pequeña historia construida con idílicos despropósitos que este narrador atribulado – algo cansado de tanto madejar y desmadejar – decide definitivamente cerrar con un final inacabado. ¿Pero quién es Horacio Montemayor? Contestaremos que simplemente un escritor aficionado que vive en una pequeña ciudad de provincias y acostumbra a matar su tiempo libre componiendo pequeños relatos. Y confirmamos con absoluta rotundidad que nada más tenemos que añadir al respecto.
¡Ah!, se me olvidaba contarles un último detalle: cuando Horacio Montemayor, aturdido por el ambiente ruidoso del Central, decide marcharse, del bolsillo interior de su americana, por azar, cae al suelo un arrugado papel que lleva consigo desde hace varios días. ¿Se imaginan ustedes lo que hay escrito en él?

   Ceuta 8 de diciembre

                                                      José Luis Pacheco Díaz

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                              SOMOS UN REFLEJO EN EL ESPEJO

 

     Somos un reflejo en el espejo, aunque tengamos la impresión de vivir inmersos en una realidad absolutamente material. ¿Pues qué es la vida sino el tránsito de nosotros mismos contemplándonos? Reflejos de reflejos, que a su vez tuvieron su origen en otros que subyacen en el oscuro laberinto de nuestros recuerdos. ¿Y cuál de mis reflejos soy, el de la niñez, el de la juventud o tal vez el de la senectud? Ninguno de ellos y todos a la vez. Vivir no es sino existir dentro de un continuo espacio-temporal que nuestra mente produce virtualmente: todo lo que conocemos, incluido aquello que diferenciamos como yo, es una recreación de la conciencia; un constructo relativo, dependiente de los cinco sentidos corporales y las sensaciones propioceptivas, que nos permite saber quienes somos y qué es el mundo. La forma y organización del universo, lo que vemos, olemos, gustamos, tocamos y oímos, no son más que proyecciones virtuales de aquella; porque nuestra mente y todo lo que genera parecen emerger de condiciones “a priori”, el denominado “imperativo categórico” que en su día enunciara el filósofo alemán Emmanuel Kant. Y así, podemos constatarlo cada día, cada segundo de nuestra existencia; por esa razón tenemos la capacidad de pensar, podríamos decir más exactamente de “reflexionar”, porque la naturaleza de nuestra mente no es otra que la de un “reflejo en ese espejo”. Y resulta inevitable preguntarse qué misteriosa entidad se esconde tras el mismo. No tenemos ninguna certeza al respecto; pues hasta el momento nadie ha sido capaz de averiguarlo, y es muy probable que nunca logremos hallar su verdadera esencia.

    Málaga, 25-09-2012.

                                                     José Luis. Pacheco   Díaz                    

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